
Julio Gálvez
12/08/25
México enfrenta un riesgo sin precedentes en la historia moderna de su justicia: por primera vez, todos los jueces, magistrados y ministros han llegado a sus cargos a través de una elección popular que, en los hechos, estuvo controlada por el partido dominante, Morena. La votación estuvo marcada por la distribución masiva de “acordeones” y guías de voto, diseñadas para que los electores marcaran las mismas opciones en la boleta. Este mecanismo, más cercano a una estrategia electoral que a un ejercicio de autonomía ciudadana, ha dejado al Poder Judicial Federal bajo sospecha de sumisión al poder político.
El problema no es solo la forma en que llegaron los nuevos integrantes, sino lo que significa para la naturaleza misma de un tribunal constitucional. Por definición, un órgano de esta naturaleza no es un simple árbitro técnico; es un actor político-jurídico cuya misión es contener los abusos de las mayorías y garantizar que los derechos de todos —incluidos los de las minorías y de quienes no votaron por el partido en el poder— sean respetados. Sin un balance real de ideologías dentro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, esa misión se vuelve imposible.
La historia demuestra que México rara vez ha logrado ese equilibrio. La llamada “Corte del Nigromante”, con Ignacio Ramírez, Ignacio L. Vallarta, Ignacio Manuel Altamirano y otros liberales de gran talla, ofreció un balance técnico y político en un contexto de transición. Décadas después, la Corte de Felipe Tena Ramírez, aunque más prudente y controlada por el régimen priista, mantuvo un alto nivel jurídico que evitó, al menos en su núcleo técnico, la captura total por una ideología. Sin embargo, desde la reforma de 1994 —que convirtió formalmente a la SCJN en tribunal constitucional— el péndulo se ha movido hacia el conservadurismo sin un balance estable, con el agravante de que los nombramientos han respondido cada vez más a lealtades políticas que a méritos jurídicos.
Ahora, con un Poder Judicial integrado en su totalidad por funcionarios electos bajo la influencia directa del partido en el poder, el riesgo es mucho mayor: que la Corte no sea un árbitro imparcial, sino un brazo jurídico del Ejecutivo. La experiencia internacional confirma que esto es un camino seguro hacia el debilitamiento del Estado de derecho. Alexander Bickel, en su célebre “The Least Dangerous Branch”, advirtió que la legitimidad de una Corte proviene de su capacidad para actuar contra las mayorías cuando éstas violan la Constitución, limitando el poder. Robert Dahl, por su parte, señaló que en la práctica las cortes tienden a alinearse con las coaliciones políticas dominantes, salvo que existan reglas institucionales que obliguen a la pluralidad.
El modelo alemán del Tribunal Constitucional Federal demuestra que el equilibrio es posible si se diseña desde la ley. En Alemania, los jueces son nombrados por el Bundestag y el Bundesrat mediante mayoría calificada, lo que obliga a la negociación entre fuerzas políticas y evita que un solo partido capture el tribunal. Mandatos largos, no reelegibles y escalonados impiden que una elección o coyuntura política renueve toda la Corte de una sola vez. México, en cambio, ha hecho exactamente lo contrario: una renovación total, simultánea y bajo un solo impulso partidista.
La consecuencia de un tribunal homogéneo ideológicamente es previsible: sentencias alineadas con el poder político, debilitamiento de los contrapesos y pérdida de confianza ciudadana en la justicia. El derecho se convierte en un instrumento de control y no de libertad. Cuando la última muralla que debe proteger la Constitución se transforma en un muro de propaganda partidista, la democracia deja de ser un sistema de equilibrios y se convierte en un mecanismo de concentración de poder.
La única salida es reconstruir un sistema de designaciones que garantice el pluralismo en la Corte, con reglas que impidan la captura partidista y que obliguen a la coexistencia de distintas corrientes ideológicas. Porque una Corte balanceada no es un lujo académico: es la condición mínima para que la justicia sea de todos y no de unos cuantos.