
16 de septiembre de 2025
El juicio de amparo, el mayor legado jurídico que México dio al mundo y que históricamente representó el gran escudo del ciudadano frente a los abusos de poder, se encuentra una vez más en el centro del debate. La presidenta Claudia Sheinbaum envió al Senado una iniciativa para reformar la Ley de Amparo, el Código Fiscal de la Federación y la Ley Orgánica del Tribunal Federal de Justicia Administrativa. El discurso oficial promete modernizar la justicia con plazos más claros, digitalización y un combate decidido a las prácticas dilatorias. Sin embargo, en el corazón de la propuesta late un dilema mayor: el debilitamiento de la suspensión del acto reclamado y la consolidación de una visión recaudatoria donde los derechos individuales se subordinan a la estabilidad fiscal del Estado.
Para entender el alcance de la reforma es necesario mirar hacia atrás. Antes de la reforma de 2013, la suspensión tenía un carácter meramente paralizante: servía para detener el acto de autoridad casi de manera automática mientras se resolvía el fondo del amparo. Su mayor virtud estaba en la inmediatez, porque un juez podía otorgarla en menos de 24 horas para evitar daños irreparables. Cierto es que en materia fiscal ya existían límites, como el hecho de que la suspensión solo procediera contra el último acto de remate de bienes embargados y no contra todo el procedimiento de cobro, lo que reflejaba la tensión histórica entre la protección al ciudadano y el interés recaudatorio del Estado.
Con la reforma constitucional de 2011 y la expedición de la nueva Ley de Amparo en 2013, la suspensión dejó de concebirse como un simple freno automático y pasó a convertirse en un sistema de medidas cautelares. Los jueces adquirieron la obligación de ponderar no solo la legalidad aparente del acto, sino también el peligro en la demora, el interés social y el orden público. En teoría, se trataba de un avance, más cercano a los estándares internacionales de tutela judicial efectiva.
Sin embargo, en la práctica el cambio dio paso a un formalismo cada vez más alejado de la justicia material: los jueces abrazaron el dogma del llamado “estricto derecho”, un concepto que no aparece en la Constitución ni en la Ley de Amparo, pero que ha servido para sobreseer juicios con base en tecnicismos procesales. Lo cierto es que ni la Constitución ni la ley consagran un principio de estricto derecho. Por el contrario, la propia Ley —en su artículo 79— establece de manera categórica la suplencia de la queja deficiente en todas las materias, con supuestos expresos que obligan al juez a entrar al fondo cuando el quejoso se encuentra en desventaja. El texto legal es claro:
Artículo 79. La autoridad que conozca del juicio de amparo deberá suplir la deficiencia de los conceptos de violación o agravios… (…) VII. En cualquier materia, en favor de quienes por sus condiciones de pobreza o marginación se encuentren en clara desventaja social para su defensa en el juicio. En los casos de las fracciones I a VI y VII la suplencia se dará aun ante la ausencia de conceptos de violación o agravios.”
Este precepto no es opcional ni marginal: es un mandato legal que obliga a los jueces a suplir deficiencias y evitar que los tecnicismos se impongan sobre la justicia. En otras palabras, la ley ordena estudiar los asuntos de fondo, nivelar la desigualdad procesal entre el ciudadano y el Estado y garantizar que la tutela constitucional sea efectiva. El supuesto principio de estricto derecho, sostenido por la judicatura, es contrario a este mandato. Su uso ha sido una manera de reducir carga de trabajo y de negar justicia sin tener que pronunciarse sobre los abusos de la autoridad.
A pesar de esta base normativa, muchos jueces continúan refugiándose en el formalismo del estricto derecho para evadir el estudio de fondo. Esto ha provocado que los ciudadanos perciban al amparo como un procedimiento lejano, técnico e inútil para la defensa real de sus derechos, cuando en realidad debería ser el mecanismo más accesible y protector del sistema. La consecuencia es que el amparo, en lugar de acercar a la justicia, se ha convertido en un muro de tecnicismos que aleja a los ciudadanos de los tribunales.
La iniciativa de Sheinbaum no corrige esta fractura de fondo. Por un lado, introduce avances que merecen reconocerse: se fija un plazo máximo de 60 días para dictar sentencias fuera de la audiencia constitucional, se establece un límite de cinco días para la admisión de recursos, se restringen las recusaciones notoriamente improcedentes y se obliga a que los expedientes estén completos antes de la audiencia. También se prevé que en un plazo de 360 días todo el sistema judicial opere digitalmente, lo cual puede agilizar trámites y reducir la carga burocrática que hoy ahoga a miles de usuarios del sistema de justicia. En estos puntos, la reforma refleja un intento real de ordenar y dar mayor celeridad a los procesos.
Pero junto a esos elementos positivos, la iniciativa endurece el régimen de suspensiones hasta desnaturalizarlo como medida cautelar. Se amplían los supuestos en los que la suspensión no procederá: en los bloqueos de cuentas ordenados por la Unidad de Inteligencia Financiera la suspensión provisional queda expresamente prohibida, y la definitiva solo podrá concederse si el quejoso demuestra la licitud de los recursos; tampoco procederá la suspensión si afecta el ejercicio de facultades relacionadas con la deuda pública, considerada de interés general; se declara improcedente cuando se trate de operar con permisos o concesiones inexistentes o revocados, y se excluyen expresamente los casos vinculados con lavado de dinero o terrorismo.
El argumento oficial es contundente: entre diciembre de 2018 y agosto de 2025 se promovieron más de 3,600 amparos contra listas de personas bloqueadas, y gracias a suspensiones definitivas se liberaron alrededor de 27 mil millones de pesos, mientras que por sentencias de fondo se desbloquearon 32 mil millones. Para el gobierno, estas cifras evidencian abusos; para los críticos, prueban lo contrario: que la suspensión funcionaba como un remedio eficaz frente a errores frecuentes de la UIF.
La lógica recaudatoria se refuerza en materia fiscal. La reforma declara improcedentes dos medios de defensa clásicos del contribuyente: el recurso de revocación ante el SAT y el juicio contencioso administrativo ante el Tribunal Federal de Justicia Administrativa cuando se trate de créditos fiscales firmes o de negativas de prescripción. La justificación es que estos recursos se han utilizado como prácticas dilatorias para posponer pagos durante años, pero la consecuencia real es que el contribuyente queda con menos instrumentos para defenderse frente a posibles abusos de la autoridad tributaria. De la misma manera, se impide que la suspensión frene actos relacionados con la deuda pública, lo que equivale a blindar las finanzas estatales incluso frente a posibles violaciones de derechos.
Otro elemento polémico es la incorporación de la “imposibilidad material o jurídica” como excusa para incumplir sentencias. Si la autoridad logra convencer al juez de que no puede acatar una resolución, queda exenta de sanciones, y las multas ya no se impondrán a los funcionarios de manera personal, sino a las instituciones. Este cambio diluye la responsabilidad individual y reduce el incentivo para que las autoridades cumplan efectivamente con las resoluciones judiciales.
En conjunto, la reforma genera una paradoja. Por un lado, promete mayor agilidad con plazos más cortos y herramientas digitales; por otro, vacía la esencia de la suspensión, que era la reacción inmediata para evitar daños irreparables. El pueblo no se ha alejado de la justicia porque las sentencias tarden 60, 90 o 120 días; se ha alejado porque la suspensión ya no se otorga en 24 horas, como antes. La justicia diferida no es justicia, y sin suspensiones rápidas el amparo pierde su razón de ser.
El juicio de amparo fue concebido para proteger a los individuos frente al poder público. La historia lo demuestra: antes de 2013 la suspensión era un freno inmediato, aunque con limitaciones en materia fiscal; la reforma de 2013 lo transformó en un sistema de medidas cautelares sujeto a ponderaciones, lo que abría la puerta a una tutela más equilibrada pero también más lenta; y la iniciativa de Sheinbaum, bajo la bandera de modernización, profundiza los candados y prioriza la recaudación.
No todo en la propuesta es negativo: los plazos claros y la digitalización son avances que pueden mejorar la administración de justicia. Pero al restringir la suspensión, al mantener el dogma del estricto derecho y al privilegiar los ingresos fiscales sobre la protección cautelar de los derechos, el amparo se convierte en un proceso cada vez más técnico, más distante y menos útil para quienes lo necesitan.
El gran escudo del pueblo frente al poder se encuentra en terapia intensiva. Y mientras se presume modernización y eficiencia, la justicia efectiva sigue siendo un lujo diferido que ya no protege cuando más se requiere, tal como sucede en los regímenes autoritarios de América Latina, donde las instituciones judiciales —incluido el juicio de amparo— han dejado de ser mecanismos efectivos para proteger los derechos de las personas y de las minorías.
A pesar de esta base normativa, muchos jueces continúan refugiándose en el formalismo del estricto derecho para evadir el estudio de fondo. Esto ha provocado que los ciudadanos perciban al amparo como un procedimiento lejano, técnico e inútil para la defensa real de sus derechos, cuando en realidad debería ser el mecanismo más accesible y protector del sistema. La consecuencia es que el amparo, en lugar de acercar a la justicia, se ha convertido en un muro de tecnicismos que aleja a los ciudadanos de los tribunales.
La iniciativa de Sheinbaum no corrige esta fractura de fondo. Por un lado, introduce avances que merecen reconocerse: se fija un plazo máximo de 60 días para dictar sentencias fuera de la audiencia constitucional, se establece un límite de cinco días para la admisión de recursos, se restringen las recusaciones notoriamente improcedentes y se obliga a que los expedientes estén completos antes de la audiencia. También se prevé que en un plazo de 360 días todo el sistema judicial opere digitalmente, lo cual puede agilizar trámites y reducir la carga burocrática que hoy ahoga a miles de usuarios del sistema de justicia. En estos puntos, la reforma refleja un intento real de ordenar y dar mayor celeridad a los procesos.
Pero junto a esos elementos positivos, la iniciativa endurece el régimen de suspensiones hasta desnaturalizarlo como medida cautelar. Se amplían los supuestos en los que la suspensión no procederá: en los bloqueos de cuentas ordenados por la Unidad de Inteligencia Financiera la suspensión provisional queda expresamente prohibida, y la definitiva solo podrá concederse si el quejoso demuestra la licitud de los recursos; tampoco procederá la suspensión si afecta el ejercicio de facultades relacionadas con la deuda pública, considerada de interés general; se declara improcedente cuando se trate de operar con permisos o concesiones inexistentes o revocados, y se excluyen expresamente los casos vinculados con lavado de dinero o terrorismo.
El argumento oficial es contundente: entre diciembre de 2018 y agosto de 2025 se promovieron más de 3,600 amparos contra listas de personas bloqueadas, y gracias a suspensiones definitivas se liberaron alrededor de 27 mil millones de pesos, mientras que por sentencias de fondo se desbloquearon 32 mil millones. Para el gobierno, estas cifras evidencian abusos; para los críticos, prueban lo contrario: que la suspensión funcionaba como un remedio eficaz frente a errores frecuentes de la UIF.
La lógica recaudatoria se refuerza en materia fiscal. La reforma declara improcedentes dos medios de defensa clásicos del contribuyente: el recurso de revocación ante el SAT y el juicio contencioso administrativo ante el Tribunal Federal de Justicia Administrativa cuando se trate de créditos fiscales firmes o de negativas de prescripción. La justificación es que estos recursos se han utilizado como prácticas dilatorias para posponer pagos durante años, pero la consecuencia real es que el contribuyente queda con menos instrumentos para defenderse frente a posibles abusos de la autoridad tributaria. De la misma manera, se impide que la suspensión frene actos relacionados con la deuda pública, lo que equivale a blindar las finanzas estatales incluso frente a posibles violaciones de derechos.
Otro elemento polémico es la incorporación de la “imposibilidad material o jurídica” como excusa para incumplir sentencias. Si la autoridad logra convencer al juez de que no puede acatar una resolución, queda exenta de sanciones, y las multas ya no se impondrán a los funcionarios de manera personal, sino a las instituciones. Este cambio diluye la responsabilidad individual y reduce el incentivo para que las autoridades cumplan efectivamente con las resoluciones judiciales.
En conjunto, la reforma genera una paradoja. Por un lado, promete mayor agilidad con plazos más cortos y herramientas digitales; por otro, vacía la esencia de la suspensión, que era la reacción inmediata para evitar daños irreparables. El pueblo no se ha alejado de la justicia porque las sentencias tarden 60, 90 o 120 días; se ha alejado porque la suspensión ya no se otorga en 24 horas, como antes. La justicia diferida no es justicia, y sin suspensiones rápidas el amparo pierde su razón de ser.
El juicio de amparo fue concebido para proteger a los individuos frente al poder público. La historia lo demuestra: antes de 2013 la suspensión era un freno inmediato, aunque con limitaciones en materia fiscal; la reforma de 2013 lo transformó en un sistema de medidas cautelares sujeto a ponderaciones, lo que abría la puerta a una tutela más equilibrada pero también más lenta; y la iniciativa de Sheinbaum, bajo la bandera de modernización, profundiza los candados y prioriza la recaudación.
No todo en la propuesta es negativo: los plazos claros y la digitalización son avances que pueden mejorar la administración de justicia. Pero al restringir la suspensión, al mantener el dogma del estricto derecho y al privilegiar los ingresos fiscales sobre la protección cautelar de los derechos, el amparo se convierte en un proceso cada vez más técnico, más distante y menos útil para quienes lo necesitan.
El gran escudo del pueblo frente al poder se encuentra en terapia intensiva. Y mientras se presume modernización y eficiencia, la justicia efectiva sigue siendo un lujo diferido que ya no protege cuando más se requiere, tal como sucede en los regímenes autoritarios de América Latina, donde las instituciones judiciales —incluido el juicio de amparo— han dejado de ser mecanismos efectivos para proteger los derechos de las personas y de las minorías.