
La Suprema Corte restringe el interés legítimo y pone en riesgo la justicia ambiental en México
9 de octubre de 2025
La Suprema Corte de Justicia de la Nación discute un proyecto que podría cambiar el destino del activismo ambiental en México. Impulsado por la ministra Yasmín Esquivel, el nuevo criterio propone restringir el derecho de las asociaciones civiles a promover amparos ambientales, exigiendo que, además de tener como objeto social la defensa del medio ambiente, demuestren que viven, actúan o dependen directamente del ecosistema afectado. En otras palabras, ya no bastará el compromiso social o la defensa del interés público: se deberá acreditar una afectación personal, casi patrimonial, para poder acudir al amparo.
El planteamiento busca redefinir el concepto de “interés legítimo”, una figura que nació precisamente para abrir las puertas de la justicia a la sociedad civil. Para entender la magnitud del retroceso, hay que mirar atrás.
El interés jurídico, tradicional en el amparo clásico (antes de la reforma constitucional de 2011), exigía que el quejoso demostrara que un acto de autoridad afectaba un derecho subjetivo propio, reconocido expresamente por una norma. Si no había daño directo o derecho individual violado, el amparo se desechaba sin siquiera analizar el fondo del asunto. Esta rigidez convirtió al amparo en un mecanismo elitista, accesible sólo para quienes podían acreditar formalmente una lesión concreta.
La reforma constitucional de 2011 cambió esa historia al introducir el interés legítimo, un concepto revolucionario que amplió el acceso a la justicia para permitir que quienes tuvieran una afectación real, aunque no directa o patrimonial, pudieran acudir al amparo. Gracias a esta evolución, los tribunales comenzaron a admitir casos relacionados con derechos difusos o colectivos, como el medio ambiente, la salud, la transparencia, la protección de datos o la participación ciudadana. Fue un paso decisivo hacia un modelo de justicia más democrática, acorde con los compromisos internacionales asumidos por México en materia de derechos humanos.
Lo que ahora propone la ministra Esquivel —y que encuentra eco en la reciente reforma a la Ley de Amparo impulsada por el Ejecutivo— es un retroceso doctrinal de más de una década. Si las asociaciones deben demostrar una afectación personal o una dependencia directa del ecosistema, el interés legítimo desaparece en los hechos: se vuelve idéntico al interés jurídico. En lugar de garantizar el acceso amplio a la justicia, la Corte lo está volviendo a encerrar detrás de un muro de tecnicismos.
El argumento formalista es que los amparos deben reservarse a quienes prueben una “afectación tangible”, pero esta exigencia contradice la naturaleza misma del daño ambiental, que es difuso, expansivo y de consecuencias colectivas. Nadie puede decir que el deterioro del aire, del agua o de los bosques no lo afecta. Limitar quién puede defender el medio ambiente equivale a negar su carácter público y compartido.
Este nuevo paradigma amenaza con borrar décadas de jurisprudencia progresista. Casos que antes fueron admitidos —como los amparos contra el Tren Maya, la Refinería Dos Bocas o proyectos mineros contaminantes— podrían ahora considerarse improcedentes si los promoventes no demuestran que viven justo sobre el territorio afectado. El impacto sería devastador para el activismo ambiental, las organizaciones ciudadanas y las comunidades que dependen del apoyo jurídico de estas asociaciones.
Además, este retroceso contradice instrumentos internacionales como el Acuerdo de Escazú, que obliga a los Estados a facilitar el acceso a la justicia ambiental y no a obstaculizarlo. También ignora el principio de precaución, que establece que la falta de certeza científica no puede usarse como pretexto para postergar medidas de protección ambiental. México se comprometió ante el mundo a garantizar el derecho a un medio ambiente sano, pero en su propia Corte está construyendo barreras para impedirlo.
La Corte olvida que el amparo no se creó para servir al poder, sino para incomodarlo. Su función no es reducir el número de casos, sino garantizar que cualquier violación a la Constitución —aunque afecte a muchos y no a uno solo— pueda ser revisada por un juez. Al limitar el interés legítimo, la justicia se convierte en un privilegio de los directamente dañados, no en un instrumento de defensa social.
Si la presidenta Claudia Sheinbaum realmente quisiera fortalecer la justicia, debería eliminar el dogma del “estricto derecho”, un principio sin fundamento constitucional que restringe la suplencia de la queja y permite a los jueces desechar amparos por tecnicismos. La suplencia de la queja debería aplicarse en todas las materias para que los jueces entren al fondo de los casos y no se quiten trabajo de encima mediante sobreseimientos injustificados. Mientras no se elimine ese formalismo, el amparo seguirá siendo un laberinto procesal al servicio del poder, no del ciudadano.
En síntesis, lo que se está gestando no es una simple discusión técnica, sino una redefinición política del acceso a la justicia. Bajo el discurso de la “eficiencia judicial”, se está devolviendo al amparo su carácter elitista, limitando la voz ciudadana y blindando al Estado frente a la crítica organizada.
El interés legítimo, que alguna vez fue la llave para democratizar la justicia, está siendo transformado en un candado. Y cuando el derecho se convierte en un cerrojo, lo que se encierra no es la ley: es la libertad.

Julio Alejandro Gálvez Bautista, es apartidista, Licenciado en Derecho y Especialista en Derecho Civil por la Universidad la Salle; tiene estudios de Maestría en Derecho Procesal Constitucional, maestría en Ciencias Jurídicas y Doctorado en Derecho por la Universidad Panamericana. Desde el 2006 se ha desempeñado como profesor de licenciatura y postgrado, así como conferencista en materia de derecho constitucional y derechos humanos fundamentales.
Cuenta con diversas publicaciones en libros, revistas académicas y periódicos, ha enfocado su trabajo en temas sobre derecho constitucional, derechos humanos, derechos sociales, libertad de expresión y reforma gubernamental. Sus aportaciones al campo jurídico a través del tema activismo judicial fueron utilizadas por el Congreso de Argentina para la despenalización de la teenencia para el consumo personal de estupefacientes y psicotrópicos. Es colaborador de la Revista Internacional de Derecho “Garantismo Judicial”, Editorial Porrúa, presidida por el Profesor Luigi Ferrajoli y Dirigida por el doctor Fernado Silva García. Actualmente es Director General del Semanario Nuevo Gráfico y Director General del Centro de Investigaciones Sociales (CIS), así como activista, consultor y asesor.
9 de octubre de 2025
La Suprema Corte de Justicia de la Nación discute un proyecto que podría cambiar el destino del activismo ambiental en México. Impulsado por la ministra Yasmín Esquivel, el nuevo criterio propone restringir el derecho de las asociaciones civiles a promover amparos ambientales, exigiendo que, además de tener como objeto social la defensa del medio ambiente, demuestren que viven, actúan o dependen directamente del ecosistema afectado. En otras palabras, ya no bastará el compromiso social o la defensa del interés público: se deberá acreditar una afectación personal, casi patrimonial, para poder acudir al amparo.
El planteamiento busca redefinir el concepto de “interés legítimo”, una figura que nació precisamente para abrir las puertas de la justicia a la sociedad civil. Para entender la magnitud del retroceso, hay que mirar atrás.
El interés jurídico, tradicional en el amparo clásico (antes de la reforma constitucional de 2011), exigía que el quejoso demostrara que un acto de autoridad afectaba un derecho subjetivo propio, reconocido expresamente por una norma. Si no había daño directo o derecho individual violado, el amparo se desechaba sin siquiera analizar el fondo del asunto. Esta rigidez convirtió al amparo en un mecanismo elitista, accesible sólo para quienes podían acreditar formalmente una lesión concreta.
La reforma constitucional de 2011 cambió esa historia al introducir el interés legítimo, un concepto revolucionario que amplió el acceso a la justicia para permitir que quienes tuvieran una afectación real, aunque no directa o patrimonial, pudieran acudir al amparo. Gracias a esta evolución, los tribunales comenzaron a admitir casos relacionados con derechos difusos o colectivos, como el medio ambiente, la salud, la transparencia, la protección de datos o la participación ciudadana. Fue un paso decisivo hacia un modelo de justicia más democrática, acorde con los compromisos internacionales asumidos por México en materia de derechos humanos.
Lo que ahora propone la ministra Esquivel —y que encuentra eco en la reciente reforma a la Ley de Amparo impulsada por el Ejecutivo— es un retroceso doctrinal de más de una década. Si las asociaciones deben demostrar una afectación personal o una dependencia directa del ecosistema, el interés legítimo desaparece en los hechos: se vuelve idéntico al interés jurídico. En lugar de garantizar el acceso amplio a la justicia, la Corte lo está volviendo a encerrar detrás de un muro de tecnicismos.
El argumento formalista es que los amparos deben reservarse a quienes prueben una “afectación tangible”, pero esta exigencia contradice la naturaleza misma del daño ambiental, que es difuso, expansivo y de consecuencias colectivas. Nadie puede decir que el deterioro del aire, del agua o de los bosques no lo afecta. Limitar quién puede defender el medio ambiente equivale a negar su carácter público y compartido.
Este nuevo paradigma amenaza con borrar décadas de jurisprudencia progresista. Casos que antes fueron admitidos —como los amparos contra el Tren Maya, la Refinería Dos Bocas o proyectos mineros contaminantes— podrían ahora considerarse improcedentes si los promoventes no demuestran que viven justo sobre el territorio afectado. El impacto sería devastador para el activismo ambiental, las organizaciones ciudadanas y las comunidades que dependen del apoyo jurídico de estas asociaciones.
Además, este retroceso contradice instrumentos internacionales como el Acuerdo de Escazú, que obliga a los Estados a facilitar el acceso a la justicia ambiental y no a obstaculizarlo. También ignora el principio de precaución, que establece que la falta de certeza científica no puede usarse como pretexto para postergar medidas de protección ambiental. México se comprometió ante el mundo a garantizar el derecho a un medio ambiente sano, pero en su propia Corte está construyendo barreras para impedirlo.
La Corte olvida que el amparo no se creó para servir al poder, sino para incomodarlo. Su función no es reducir el número de casos, sino garantizar que cualquier violación a la Constitución —aunque afecte a muchos y no a uno solo— pueda ser revisada por un juez. Al limitar el interés legítimo, la justicia se convierte en un privilegio de los directamente dañados, no en un instrumento de defensa social.
Si la presidenta Claudia Sheinbaum realmente quisiera fortalecer la justicia, debería eliminar el dogma del “estricto derecho”, un principio sin fundamento constitucional que restringe la suplencia de la queja y permite a los jueces desechar amparos por tecnicismos. La suplencia de la queja debería aplicarse en todas las materias para que los jueces entren al fondo de los casos y no se quiten trabajo de encima mediante sobreseimientos injustificados. Mientras no se elimine ese formalismo, el amparo seguirá siendo un laberinto procesal al servicio del poder, no del ciudadano.
En síntesis, lo que se está gestando no es una simple discusión técnica, sino una redefinición política del acceso a la justicia. Bajo el discurso de la “eficiencia judicial”, se está devolviendo al amparo su carácter elitista, limitando la voz ciudadana y blindando al Estado frente a la crítica organizada.
El interés legítimo, que alguna vez fue la llave para democratizar la justicia, está siendo transformado en un candado. Y cuando el derecho se convierte en un cerrojo, lo que se encierra no es la ley: es la libertad.
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Julio Alejandro Gálvez Bautista, es apartidista, Licenciado en Derecho y Especialista en Derecho Civil por la Universidad la Salle; tiene estudios de Maestría en Derecho Procesal Constitucional, maestría en Ciencias Jurídicas y Doctorado en Derecho por la Universidad Panamericana. Desde el 2006 se ha desempeñado como profesor de licenciatura y postgrado, así como conferencista en materia de derecho constitucional y derechos humanos fundamentales.
Cuenta con diversas publicaciones en libros, revistas académicas y periódicos, ha enfocado su trabajo en temas sobre derecho constitucional, derechos humanos, derechos sociales, libertad de expresión y reforma gubernamental. Sus aportaciones al campo jurídico a través del tema activismo judicial fueron utilizadas por el Congreso de Argentina para la despenalización de la teenencia para el consumo personal de estupefacientes y psicotrópicos. Es colaborador de la Revista Internacional de Derecho “Garantismo Judicial”, Editorial Porrúa, presidida por el Profesor Luigi Ferrajoli y Dirigida por el doctor Fernado Silva García. Actualmente es Director General del Semanario Nuevo Gráfico y Director General del Centro de Investigaciones Sociales (CIS), así como activista, consultor y asesor.