
29 de octubre de 2025
La llamada transición democrática en Hidalgo no fue el resultado de un movimiento ciudadano que derribara al viejo régimen, sino el fruto de un pacto político cuidadosamente negociado entre las élites. En apariencia, el cambio representó el fin de casi un siglo de dominio priista; en esencia, fue una transacción entre los mismos grupos de poder que se habían beneficiado del sistema anterior.
En 2018, la bancada de Morena en el Senado planteó la desaparición de poderes en Hidalgo, luego de diversos conflictos y denuncias de corrupción en el gobierno de Omar Fayad. Ante ese escenario, el entonces gobernador priista pactó con Ricardo Monreal la entrega controlada de la gubernatura a cambio de conservar inmunidad política y una salida diplomática: el nombramiento como embajador de México en Noruega. Ese acuerdo marcó el inicio de una transición “a la mexicana”: una alternancia pactada que aseguró la supervivencia del viejo régimen bajo el manto de la nueva administración.
Durante más de 95 años, el PRI consolidó en Hidalgo un entramado político donde la forma era fondo y la hipocresía, doctrina. El capitalismo de cuates, sostenido por la alianza entre funcionarios y empresarios, convirtió al Estado en una empresa de intereses personales. Pero la alternancia de 2022 no desmontó ese modelo: lo transfirió. El grupo político que se presentó como portador de la “transformación” heredó las estructuras, los métodos y las redes clientelares del viejo régimen, sin depurarlas ni sustituirlas por instituciones genuinamente democráticas.
El pacto que permitió el cambio en Hidalgo respondió más a la lógica de la supervivencia política que al impulso de una revolución ciudadana. Los viejos cuadros se reacomodaron en los nuevos espacios; los intereses permanecieron intactos. De este modo, la alternancia hidalguense recuerda el fenómeno nacional que acompañó a la victoria de Vicente Fox en el año 2000: una transición por pacto, sin ruptura, donde el sistema absorbió al nuevo actor y lo transformó en parte del engranaje que decía combatir.
Desde la ciencia política, Antonio Gramsci explicó con agudeza este tipo de momentos históricos. En sus cuadernos redactados cuando estuvo en la cárcel, el teórico italiano describió los periodos de transición en los que “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”. A ese espacio intermedio, que él llamó interregno, lo caracterizan la confusión, la descomposición y la aparición de fenómenos “morbosos”, es decir, distorsiones del poder y de la conciencia política que impiden la maduración de una nueva etapa. Hidalgo vive hoy su propio interregno.
La democracia que llegó por acuerdo político carece de legitimidad social. Por eso, el siguiente paso debe ser que la rueda de la democracia siga girando, que el voto ciudadano —no los pactos de las cúpulas— determine quién gobierna. Solo mediante elecciones libres, con alternancia real y participación consciente, podrá nacer una nueva forma de política que rompa definitivamente con el ciclo del capitalismo de cuates y de la simulación.
La sociedad hidalguense debe asumir que ningún cambio será auténtico si se impone desde los escritorios del poder. La democracia solo florece cuando el pueblo elige con libertad, cuando los proyectos políticos compiten por ideas, no por favores. El destino de Hidalgo no debe definirse por pactos entre viejos conocidos, sino por la voluntad colectiva de sus ciudadanos.
Hoy, en el tablero político hidalguense, lo viejo se resiste a morir, y lo nuevo todavía no logra nacer. Pero el tiempo del interregno no puede durar para siempre: tarde o temprano, el pueblo —como sujeto histórico— deberá decidir si continúa siendo espectador del pacto o protagonista del cambio.
 
 
 
 
 
