
30 de octubre de 2025
Vivimos inmersos en un inmenso juego de poder, una partida de ajedrez global en la que las superpotencias del siglo XXI —Estados Unidos, Rusia y China—, con India como actor emergente, mueven sus piezas en busca de ventaja estratégica. Este enfrentamiento no se limita a un episodio local ni a un pulso diplomático: es un sistema interconectado donde la economía, la energía, la tecnología, el comercio y la guerra conforman un único tablero, y donde cada jugada repercute en los equilibrios globales. El mundo atraviesa una transición hacia un orden multipolar inestable, marcado por alianzas pragmáticas y rupturas calculadas, donde las doctrinas clásicas de la geopolítica vuelven a cobrar vigencia.
En este contexto, el diferimiento de la cumbre de Budapest entre Trump y Putin, seguido por la reactivación del encuentro con Xi Jinping en Corea del Sur, no fue un hecho casual. En la lógica realista que domina las relaciones internacionales, Trump actúa bajo la premisa del equilibrio de poder: impedir que una alianza entre Rusia y China desafíe la hegemonía estadounidense. Lo que busca el expresidente no es sólo un cese al fuego en Ucrania, sino alterar la geometría del sistema internacional, debilitando el eje Moscú–Pekín y restableciendo una ventaja relativa para Washington. Esa maniobra recuerda la vieja estrategia de Henry Kissinger durante la Guerra Fría, cuando Estados Unidos se acercó a China para aislar a la Unión Soviética. Trump, fiel a su instinto transaccional, parece intentar reeditar ese movimiento con nuevas condiciones históricas.
La negativa de Estados Unidos a entregar misiles Tomahawk a Ucrania —frente a la insistencia de una Comisión Europea cada vez más belicista, encabezada por Ursula von der Leyen— no sólo revela prudencia táctica, sino un mensaje indirecto a Moscú y Pekín. Trump sabe que una prolongación del conflicto desgasta tanto a Europa como a Rusia, pero también puede consolidar la alianza sino-rusa. Por ello, busca imponer un cese el fuego en la línea del frente antes de que el ejército ruso capture Pokrovsk y domine el Donbás. Si la guerra se detiene en ese punto, Washington podría recuperar capacidad de negociación ante Moscú y, al mismo tiempo, explorar un acercamiento con China.
Sin embargo, el realismo ofensivo de John Mearsheimer recuerda que las potencias actúan en función de maximizar su poder, no de equilibrarlo moralmente. China no es hoy la China de los años setenta que buscó el aval de Nixon; es una potencia nuclear, tecnológica y financiera con un proyecto civilizatorio propio, que ha sabido usar la cooperación con Rusia como palanca para reducir la presión occidental. Por ello, cualquier intento de Trump por “usar” a China contra Rusia enfrenta una paradoja: Beijing podría aceptar un alivio temporal de las tensiones comerciales, pero nunca a costa de romper su asociación estratégica con Moscú. En el tablero actual, Xi no necesita elegir entre Washington y el Kremlin, sino aprovechar la competencia entre ambos para fortalecer su posición global.
A pesar de ello, la diplomacia estadounidense parece insistir en su vieja doctrina de contención, ahora reeditada en clave comercial y tecnológica. Las negociaciones entre Estados Unidos y China en Kuala Lumpur sobre chips, tarifas y tierras raras buscan una “pausa estratégica”, un respiro que le permita a Trump mostrar capacidad de diálogo mientras mantiene la presión militar y económica sobre Rusia. El cálculo es simple: dividir a sus adversarios para impedir una alianza consolidada. Pero el riesgo es enorme, pues cada movimiento que fortalece a China debilita la narrativa de supremacía estadounidense. La llamada “trampa de Tucídides” advierte que cuando una potencia emergente desafía al poder dominante, el conflicto se vuelve casi inevitable.
En este punto, la imposición de sanciones por parte de Trump contra las petroleras rusas Rosneft y Lukoil, acompañada de amenazas a China e India para reducir la compra de crudo ruso, forma parte de la misma jugada. No se trata de debilitar únicamente a Moscú, sino de probar la lealtad de Beijing y Delhi frente a un orden financiero que aún depende del dólar. Sin embargo, ni China ni India han aceptado oficialmente las sanciones, y el rublo se ha revaluado de forma sorprendente, demostrando que el margen de maniobra ruso sigue siendo amplio. Putin, seguro de su posición, ha afirmado que las sanciones no tendrán un impacto significativo, lo que refleja que la guerra económica ya no tiene los efectos de hace dos décadas.
En medio de estas tensiones, el reciente encuentro en Miami entre Steve Witkoff, enviado especial de Trump, y Kirill Dmitriev, asesor de Putin, introduce una nueva capa de complejidad al tablero. Detrás de esa reunión puede esconderse la búsqueda de un nuevo equilibrio: un acuerdo que permita a Washington reducir el frente europeo para concentrarse en el Pacífico, donde se libra la verdadera disputa por el liderazgo global. China, mientras tanto, observa con serenidad. Sabe que el tiempo juega a su favor y que, aunque Trump intente dividirla de Rusia, su proyecto de largo plazo es más resistente que cualquier estrategia de campaña.
Desde la perspectiva doctrinaria de Halford Mackinder, quien advirtió que quien controle el “Heartland” —el corazón euroasiático— dominará el mundo, esta pugna encarna una reedición moderna de esa lucha por el centro de poder terrestre y marítimo. Rusia conserva la profundidad estratégica del territorio; China la supremacía industrial y tecnológica; Estados Unidos el control de los mares y las finanzas globales. India, cada vez más involucrada en el QUAD y en los BRICS, representa el comodín que podría inclinar la balanza. En conjunto, se configura un orden cuadripolar donde ningún bloque puede imponerse sin negociar.
El tablero global se ha vuelto un espacio de maniobras simultáneas, donde las jugadas diplomáticas tienen el mismo peso que las militares. Trump podría intentar usar a China contra Rusia, pero el riesgo es que acabe fortaleciendo la alianza entre ambas. Lo que fue una táctica eficaz en los años setenta podría resultar un error de cálculo en 2025, cuando el poder se distribuye de forma más simétrica y la hegemonía unipolar ya no existe. Las piezas se mueven con cautela, pero el objetivo sigue siendo el mismo de siempre: evitar que otro controle el centro del tablero. Y en esa partida, América Latina no puede seguir siendo un simple espectador; deberá decidir si juega su propio juego o permite que otros muevan por ella.
 
 
 
 
 
