La economía no está funcionando: ese es precisamente el plan.



Robert Freeman
Traducción: Isabel Pozas González
14/12/20

La razón por la que todo el mundo está tan angustiado por la economía es que estamos equivocados en lo que se supone que hace y cómo se supone que funciona.

La mayoría tenemos una idea pintoresca y decimonónica sobre el libre mercado y todas esas historias de autosuficiencia de Horatio Alger [escritor estadounidense del siglo XIX]. Ya me entendéis, trabaja mucho, sigue las reglas, no te metas en líos y te irá bien. Sin duda alguna, este es el mito cultural que nuestra sociedad nos inculca.

Pero la verdad es que así no funcionan las cosas. La discrepancia entre cómo imaginamos que funcionan las cosas y cómo son en realidad es la que nos provoca perplejidad, angustia y rabia. Y es también la discrepancia que con tanta destreza ha manipulado Donald Trump y ha dado lugar al trumpismo.

Hace cuarenta años, alrededor de 1980, los superricos decidieron que querían sacar su dinero de la economía. Había demasiada agitación política (Vietnam, Watergate), demasiadas turbulencias económicas (el embargo petrolero árabe, la estanflación) y los costes de producción eran demasiado altos (salarios altos, protección medioambiental y laboral).

Querían llevarse el dinero a algún sitio en el que pudieran pagar a la gente una vigésima parte de lo que pagaban aquí (menos de un dólar por hora), en el que no hubiera leyes medioambientales o laborales, en el que hubiera cuantiosa mano de obra famélica y dócil y en el que pudieran comprar a los políticos con poco.

Así que diseñaron una demolición controlada de la economía estadounidense. El plan constaba de dos partes.

Durante la primera parte, empezaron a desindustrializar sistemáticamente lo que había sido la economía más fuerte de la historia de la humanidad —la misma economía que había ganado casi sin ayuda de nadie la Segunda Guerra Mundial, la mayor iniciativa industrial nunca emprendida. Desmantelaron miles de fábricas para crear lo que se dio en conocer como el “Rust Belt” (cinturón de óxido). Literalmente, mandaron diseños de fábrica al este de Asia, los remodelaron y, cuando estuvieron listos para funcionar, le dieron al interruptor, cerraron aquí y abrieron allí. Las consecuencias fueron devastadoras.
Los ricos son cada vez más ricos y todos los demás, más pobres. Ese es exactamente el plan, un plan que va justo como estaba planeado
Millones de trabajadores blancos de clase obrera de las fábricas se quedaron sin trabajo, perdieron sus empleos bien remunerados. Para siempre. Sin nada para reemplazarlos. Ciudades importantes se convirtieron en cascos de barco vaciados de un pasado industrial en otro tiempo glorioso, sinónimos de la decadencia. Pensad en Detroit, Pittsburgh, Cleveland, Cincinnati, Milwaukee, Búfalo, Toledo y otras. Los datos hablan por sí solos.

En 1980, las fábricas representaban alrededor del 22% de la economía de Estados Unidos. En 2012, tan solo 30 años después, su contribución era solo del 12%, un declive sorprendentemente rápido en términos históricos. De hecho, una demolición controlada. El déficit comercial de Estados Unidos, que indica que compramos más de otros países de lo que vendemos, ha pasado de 19.000 millones de dólares en 1980 —casi un error de redondeo— a cerca de un billón de dólares que parece que vamos a tener este año. Es dinero que se ha mandado fuera del país para comprar bienes a otros países directamente. Un billón de dólares.

El segundo elemento de esa demolición controlada de la economía consistía en que Estados Unidos se embarcara en un plan para desplazar unos porcentajes descomunales de ingresos y riqueza procedente de las clases trabajadoras y medias hacia los ya ricos. Es lo que se denominó “economía centrada en la oferta”. Fue la política económica distintiva de Ronald Reagan cuando se presentó a presidente en 1980.

El mito decía que si le dábamos todos más dinero a los ricos, lo invertirían por nosotros y el boom económico resultante devolvería con creces esa transferencia, incluso después de impuestos y de la inflación. Parecía demasiado bueno para ser verdad. Lo era.

Los impuestos sobre las franjas de ingresos más altos bajaron del 71% al 38%. Básicamente, se redujeron a la mitad. Y es significativo que los beneficiarios no estaban obligados a invertir sus nuevas ganancias en Estados Unidos. Así que no lo hacían. Las invertían en esos países del este de Asia que se beneficiaban de la desindustrialización de la que hablamos antes.

¿Qué pasó?

Durante el primer año del plan de Reagan, la economía se hundió un 2,1%, la mayor contracción desde la Gran Depresión. Los trabajadores de las fábricas se quedaron sin trabajo, así que no pagaban impuestos. Y como los ricos pagaban muchos menos impuestos, el Gobierno no tenía suficientes ingresos como para cubrir sus gastos. Tuvo que compensar la diferencia a través de préstamos. Es lo que se llama “déficit presupuestario”.

El último déficit presupuestario de Jimmy Carter fue de 78.000 millones de dólares. El déficit presupuestario del primer año de Reagan, después de poner en marcha los recortes fiscales a los proveedores, fue de 128.000 millones de dólares, un aumento del 64%. Al año siguiente, en 1983, el déficit volvió a dispararse hasta los 208.000 millones, otro incremento del 63%. Para cuando George H. W. Bush, el vicepresidente de Reagan, terminó su mandato en 1992, los déficits aumentaban a un ritmo de 300.000 millones al año.

Por supuesto, los déficits anuales se acumulan formando la deuda nacional. Cuando Reagan tomó posesión en 1981, la deuda nacional (la acumulación de todos los déficits anuales desde la creación del país) era de un billón de dólares. En 1993, doce años después, cuando George H. W. Bush dejó su puesto, era de cuatro billones de dólares. Pensadlo.

Durante 204 años, tras pagar los costes de la Revolución de las Trece Colonias, la guerra de 1812, la guerra civil, la construcción del continente, la lucha en la Primera Guerra Mundial, tras sobrevivir a la Gran Depresión, luchar y vencer en la Segunda Guerra Mundial y ganar la mayor parte de la Guerra Fría, el país solo había tenido que pedir prestado un billón de dólares. Después, durante los siguiente doce años, años de paz y prosperidad, esa deuda se cuadruplicó hasta llegar a los cuatro billones de dólares.

Esos déficits y esa deuda benefician a los muy ricos porque son ellos los que los financian, los que prestan el dinero al Gobierno a cierto interés, que este tiene que pedir prestado porque no puede pagar las facturas de los impuestos que no está ingresando. Como pasó con la desindustrialización de la economía, este era precisamente el plan: beneficiar a la gente más rica del mundo.

Hoy, el sueldo medio de un trabajador, con el ajuste de impuestos y la inflación, es el mismo que en los años setenta. Para quela comparación quede clara, los ingresos medios en China se han multiplicado por más de diez durante el mismo periodo. Por esta razón, en Estados Unidos hay una tensión civil enorme entre la gente y una desconfianza récord en el Gobierno, mientras que los habitantes de China son ferozmente leales al suyo.
Biden es uno de los decanos, de los representantes, de los consejeros del orden neoliberal aquí descrito. Ha pasado casi cinco décadas al servicio de los intereses de los muy ricos, que lo han puesto en el poder.
El déficit comercial anual —ese dinero que mandamos fuera del país para comprar las cosas que ya no fabricamos— está en vías de superar el billón de dólares este año. Eso es un billón que se han llevado directamente de lo que serían ingresos nacionales disponibles y los han mandado al extranjero. La deuda nacional ahora se ha disparado más allá de lo imaginable, más de 27 billones de dólares. El aumento de este año, el déficit presupuestario anual, sobrepasará los cuatro billones de dólares. Eso es cuatro veces más de la deuda que contrajo en los primeros 204 años del país juntos. No es una imagen de dinamismo económico.

Durante los últimos cuarenta años, el Gobierno ha tenido que mantener déficits presupuestarios medios de 675.000 millones de dólares al año solo para tapar los agujeros de la economía. En caso contrario, habría entrado en recesión o en depresión. Y los préstamos ascienden en vertical.

Esto supone un beneficio tremendo para los más ricos porque, como dije antes, son ellos los que le prestan todo ese dinero al Gobierno. Y lo que es más importante, se lo prestan con tipos de interés más altos porque cuando algo tiene mucha demanda, en este caso el dinero prestado, el precio sube. El precio del dinero prestado es el tipo de interés. Pero esperad, que se pone mejor, o peor, depende si eres el prestamista o el prestatario.

Tipos de interés más altos en un sector de la economía se traduce en tipos de interés más altos en toda la economía, porque la reserva de fondos destinados a préstamos es, básicamente, la misma reserva para todos. Esto significa que cuando aumenta el déficit presupuestario, los tipos de interés para las hipotecas, tarjetas de créditos, coches, préstamos para estudios (cualquier cosa que se compre con un préstamo) sube también. Es una forma discreta que tiene el Gobierno de transferir aún más dinero a los que ya son ricos, pero bajo la apariencia de que es una transacción privada desvinculada entre prestamistas y prestatarios que implica unos tipos de interés.

¿Adónde lleva todo esto?

Durante las cuatro décadas que transcurrieron entre 1940 y 1980, el porcentaje de renta nacional que fue a parar al 10% de los contribuyentes con ingresos más altos era marcadamente estable, alrededor del 34%. Aquí se incluían las décadas que normalmente se consideran “la era de oro del capitalismo”.

Pero en las cuatro décadas que han pasado desde 1980, el porcentaje de ese mismo 10% se ha disparado hasta el 47%, una impresionante tendencia alcista en la renta nacional para aquellos que ya son los más ricos. En realidad, el reparto al alza de la riqueza durante ese periodo es incluso mayor.

Es un cliché, pero como muchísimos clichés, está basado en la realidad. Los ricos son cada vez más ricos y todos los demás, más pobres. Ese es exactamente el plan, un plan que va justo como estaba planeado. De hecho, se está acelerando, pues cada nueva crisis se convierte en un nuevo pretexto para llenar más y más las arcas de los que ya son ricos con la riqueza del país.

La desigualdad está alcanzando niveles feudales, en donde muy pocos son los dueños de casi todo y a todos los demás los exprime la rueda de la miseria organizada. Esto degrada la democracia directamente, porque como presentarse a un cargo es muy caro, los candidatos atienden a quienes pueden extender grandes cheques. ¿Habéis firmado un cheque de 50.000 dólares a algún candidato electoral recientemente? ¿No? Repito, ese es justo el plan. No quieren saber nada de nosotros porque no podemos ayudarlos a sufragar sus caras campañas. Pero expidan un cheque generoso y se sorprenderán de lo rápido que les abren las puertas.

Dos últimos apuntes rápidos sobre las políticas de todo esto. Donald Trump ha tenido un éxito sorprendente para los muy ricos, razón por la que, en parte, lo han apoyado. Aprobó unos recortes fiscales enormes que aceleraron la transferencia ascendente de la riqueza. Pero, en realidad, esa es la parte menos importante de lo que lo hace tan valioso para los ricos.

La parte más importante es que ha redirigido la rabia de la clase obrera desposeída y desclasada, centrada en el sistema económico que ha causado su angustia (esas políticas internacionales de las que hablamos arriba), hacia el totalmente fraudulento factor de la raza. Esto ha protegido a los ricos de ser considerados responsables de haber organizado y construido una economía que ha engañado intencionalmente a la gran mayoría de sus ciudadanos.

Los medios de comunicación dominantes han sido cómplices de este engaño, pues se han centrado con precisión milimétrica en las dimensiones racistas de lo que promulga Trump, pero no se han fijado casi nunca en los orígenes económicos de la rabia de sus bases, que son mucho más legítimos. Esto se entiende perfectamente, porque los medios de comunicación dominantes son propiedad de los muy ricos. Los usan para condicionar la sensibilidad cultural sobre cuestiones vitales de un modo que los beneficie, como cuando blanquearon la imbecilidad de la economía centrada en la oferta como si fuera una especie de adivinación que bajó de la montaña en tablas de piedra que iba a salvar el país.

El segundo punto político es que seríamos más que ingenuos, incluso más que estúpidos si creyéramos que Joe Biden va a hacer algo al respecto. Seríamos deshonestos. Biden es uno de los decanos, de los representantes, de los consejeros del orden neoliberal aquí descrito. Ha pasado casi cinco décadas al servicio de los intereses de los muy ricos, que lo han puesto en el poder, lo han mantenido en él y lo han llamado a servir cuando ha sido evidente que Trump ya no les era útil. Por algo lo llamaban “El Senador de MasterCard”.

Biden ya está descubriendo que no hay suficiente en las arcas para poder pagar el tipo de estímulo necesario para, simplemente, dar de comer a la gente, para que tengan casas, para ayudar a que los pequeños negocios sigan vivos, para ayudar a que las escuelas reabran. Pero ya veréis, encontrará un montón de dinero para fabricantes de armas, para que la Reserva Federal compre la deuda basura de empresas sobreapalancadas, dinero para las cadenas de hospitales y empresas farmacéuticas y para los bancos, para todos los miembros de la aristocracia neofeudal que él ayudó a levantar y que son nuestros nuevos amos.

La economía está funcionando justo como se pretende que funcione, del modo en que se ha diseñado que funcione, para beneficiar a los ricos y exprimir a todos los demás. El problema que hemos tenido los demás es que no nos ha llegado la circular.