La última promesa de la Revolución, los libros de texto gratuitos.



"Poco puede hacer la escuela por los niños si sus padres no tienen recursos para comprarles los libros de texto". -Adolfo López Mateos-

Durante la segunda mitad del siglo XX, cuando el país había dejado atrás el universo rural para darle paso al universo urbano y a la industrialización y crecimiento económico, tocó el turno al añejo problema de la educación y el analfabetismo. Que gran parte de los habitantes del país no supieran leer y escribir se convirtió en un problema alarmante, por lo que durante el gobierno del presidente López Mateos le entró al tema.

La solución era simple: si México quería dejar atrás el analfabetismo era necesario que cada estudiante asistiera a la escuela con un libro de texto bajo el brazo, pero además, gratuito, pagado por el estado mexicano. Esa fue la premisa que lanzó el Secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, hacia 1958, cuando comenzó el sexenio del presidente Adolfo López Mateos.

Si bien la Constitución de 1917 contemplaba la gratuidad de la educación, este derecho no podía cumplirse a cabalidad si el estado no dotaba a las escuelas públicas de los instrumentos necesarios para su realización. Por entonces los libros de texto no tenían la calidad necesaria y resultaban inaccesibles para muchas familias.

Así, durante el primer año del nuevo gobierno, se desarrolló el proyecto que llevó a la creación de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuito (CONALITEG) en 1959, contemplando el libro de texto como un derecho social. El primer titular de la Comisión fue el escritor Martín Luis Guzmán –autor de La sombra del caudillo y El águila y la serpiente, entre muchas otras obras-, que para 1960 logró que se produjeran 19 títulos para alumnos de primaria.

Millones de libros fueron distribuidos a partir de ese año, en el que se conmemoraban 150 años de la independencia y 50 de la revolución, por lo que las portadas fueron encargadas a varios artistas y equipos de dibujantes que lograron producir todas las ilustraciones que se requerían para los libros y para los cuadernos de trabajo; algunos célebres muralistas que plasmaron sus óleos y que se convertirían en las primeras portadas de los libros fueron David Alfaro Siqueiros, Roberto Montenegro, Raúl Anguiano, entre otros.

Aparte de los maestros muralistas también hubo seis vocales y una docena de colaboradores pedagógicos.

Los primeros fueron el historiador Arturo Arnáiz y Freg, hombre de confianza de Torres Bodet; el gerente de PIPSA, la productora de papel del Estado, Agustín Arroyo, así como el matemático Alberto Barajas, el poeta José Gorostiza y los escritores Agustín Yáñez y Gregorio López y Fuentes. Entre los segundos había profesores de educación primaria y secundaria muy acreditados, como Arquímedes Caballero, René Avilés y Soledad Anaya Solórzano. Ellos produjeron los Guiones Técnico-Pedagógicos.

Diez meses tomó construir el andamiaje que permitió producir los primeros libros de texto. Y a propósito ¿qué clase de libros se deseaban? Los requerimientos equivalían a una declaración de principios: libros que “desarrollaran armónicamente las facultades de los educandos, prepararlos para la vida práctica, fomentar en ellos la conciencia de la solidaridad humana, orientarlos hacia las virtudes cívicas y, muy principalmente, inculcarles el amor a la Patria”. No había dobleces en ese discurso: se necesitaban libros donde el acento nacionalista fuese robusto y accesible para todos los escolares del país.

Así, el libro de texto gratuito se planteó, desde su origen, como el garante de la gratuidad educativa que el Estado llevaba años prometiendo. Era la última “promesa de la Revolución” que faltaba cumplir.

Y sí, los autores de las portadas de los primeros libros de texto no cobraron, por lo menos no tenían la obsesión de obtener un pingüe negocio al contrario bastaba con que “la patria” arropara a estos nobles artistas, hijos póstumos de la Revolución que brindaban su trabajo para el pueblo y con el pueblo.

¿Tú lo crees?... Yo también, sin duda eran otros tiempos, los tiempos en la creencia de una patria justa, que arropaba a todos sus hijos y era menos individualista.