
Julio Gálvez
24/06/25
Una camioneta sin logotipos oficiales, con placas HAC-007-B, se dejó ver durante varios días en las inmediaciones del domicilio del suscriptor de este artículo en Pachuca, Hidalgo. Se trataba de una pickup Volkswagen, sin marcas institucionales visibles. Lo más irónico era el número en las placas: 007. Casi una broma de mal gusto, como si se tratara de una mala adaptación tropical de una película de espionaje, ambientada en la versión autoritaria de la llamada “cuarta transformación”.

Tras realizar una investigación descubrimos que mediante un contrato de arrendamiento de vehículos se identificó que la unidad que espiaba el domicilio del suscriptor de este artículo pertenece presuntamente al Gobierno del Estado de Hidalgo, pero en la práctica, ejerce vigilancia política contra periodistas como en los tiempos del viejo PRI.
Este hecho es sintomático de una tendencia cada vez más evidente en México: la vigilancia, el acoso y el silenciamiento institucional contra periodistas críticos, disfrazados de acciones administrativas, protocolos de seguridad o leyes para “ordenar” el debate público. No es un fenómeno nuevo, pero sí uno que ha escalado en sofisticación, legalismo y cinismo durante la administración del movimiento que prometió libertades pero que ha perfeccionado mecanismos de control narrativo.
El caso no es aislado. Es parte de un patrón creciente en diversos estados del país, donde el ejercicio del periodismo independiente se ha convertido en actividad de riesgo. Las formas tradicionales de censura —el retiro de pauta, las amenazas anónimas o la violencia directa— han sido reemplazadas por un aparato institucional que recurre a reformas legales, resoluciones judiciales y vigilancia encubierta para neutralizar voces disidentes.
Uno de los primeros casos de este tipo en el actual sexenio fue el del senador Gerardo Fernández Noroña, quien, tras ser confrontado verbalmente por un ciudadano en un aeropuerto, utilizó al área jurídica del Senado para obligar al ciudadano a disculparse públicamente… dentro de las instalaciones del Poder Legislativo. Un acto que ejemplifica el uso del poder institucional no para responder a la crítica, sino para castigarla.
Poco después, la diputada por Sonora, Ma. Karina Barrera, denunció a una ciudadana por un comentario en redes donde se cuestionaba si su candidatura había sido influida por su esposo. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación resolvió que no se trataba de una opinión política protegida, sino de “violencia política de género”, y condenó a la mujer a disculparse públicamente y pagar una multa. Una sentencia que debilita el debate democrático al criminalizar la opinión pública sobre figuras políticas.
Los casos más extremos han ocurrido en los estados gobernados por Morena. En Campeche, la gobernadora Layda Sansores logró que una jueza impusiera medidas cautelares sin precedentes al periodista Jorge Luis González, incluyendo una prohibición para ejercer su oficio durante dos años y una multa de dos millones de pesos. El motivo fue simple: criticar al gobierno.
En Puebla, el Congreso local aprobó el 14 de mayo una reforma al Código Penal que introduce el delito de “ciberasedio”. Cualquier persona —especialmente servidores públicos— puede denunciar publicaciones digitales que le resulten “ofensivas” o “agraviantes”. Se castiga con hasta tres años de prisión. La norma ha sido llamada acertadamente #LeyCensura por múltiples organizaciones y, de forma inusual, incluso por la CNDH, que pidió al gobernador someterla a consulta pública. Pero ya ha sido publicada y está vigente.
Simultáneamente, intelectuales como Sabina Berman han comenzado a promover reformas para regular los medios de comunicación en México basándose en el modelo chino, es decir, bajo un esquema de control estatal centralizado. Berman, que alguna vez fue crítica del sistema, hoy defiende abiertamente una censura estructural como si se tratara de una medida progresista.
Por su parte, la presidenta Claudia Sheinbaum visitó recientemente Campeche sin pronunciar una sola palabra sobre el hostigamiento judicial contra periodistas en ese estado. Su silencio ha sido interpretado por muchos como un aval implícito a las prácticas autoritarias de su partido. Mientras tanto, figuras cercanas al oficialismo como Vicente Serrano o Poncho Gutiérrez difaman, ridiculizan y estigmatizan públicamente a periodistas críticos, consolidando una cultura de linchamiento digital y descrédito contra quienes ejercen el derecho al disenso.
Desde la teoría democrática, la libertad de expresión —y en particular, el derecho a la opinión pública sobre asuntos de interés común— es un elemento central del Estado constitucional. Como ha sostenido Robert Post, la democracia deliberativa solo es posible cuando se protege el flujo libre de ideas y críticas sobre quienes ostentan el poder. De igual modo, Ronald Dworkin advertía que limitar el lenguaje crítico bajo pretexto de “orden” equivale a colapsar la deliberación pública bajo un régimen de obediencia.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido en múltiples fallos que los funcionarios públicos deben tener un umbral más alto de tolerancia a la crítica. No se puede alegar “daño moral” ni “violencia” ante el ejercicio legítimo del escrutinio ciudadano. Sin embargo, en México, se avanza peligrosamente hacia lo contrario: se criminaliza la opinión, se judicializa la crítica, se vigila al periodista.
Hoy, la represión no siempre se expresa con golpes. A veces basta una camioneta sin logotipos. O una reforma ambigua. O una sentencia injusta. Pero el objetivo es el mismo: disciplinar al que incomoda.
México no enfrenta solo un problema de seguridad para periodistas, sino una deriva autoritaria silenciosa, sostenida por leyes, funcionarios, tribunales y medios afines al régimen. La narrativa oficial ya no se impone con discursos, sino con silencios forzados.
Y sin embargo, pese al cerco, hay quienes siguen escribiendo. Siguen denunciando. Siguen firmando con nombre y apellido. Porque en una democracia real, la libertad de expresión no se suplica: se ejerce. Y cuando se convierte en delito, es deber de quienes creemos en la palabra como derecho —no como privilegio— seguir señalando lo que otros quieren borrar.
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Pd. Se interpuso una denuncia ante autoridades federales y se dará aviso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por las afectaciones a la libertad personal del suscriptor de este artículo.