
17/06/25
En la larga noche de la historia geopolítica de Medio Oriente, el reciente ataque de Israel a Irán no es sólo un episodio más: es el síntoma de una mutación peligrosa en los equilibrios mundiales. A la sombra de operaciones encubiertas y alianzas impensables hace una década, la pugna entre Tel Aviv y Teherán se ha convertido en la espina dorsal de una crisis que ya involucra a potencias nucleares, bloques rivales y una opinión pública cada vez más polarizada tanto en Occidente como en el Sur Global. Según la hipótesis del exdiplomático británico Alastair Crooke, Israel replicó contra Irán el mismo tipo de operación encubierta que el presidente ucraniano Zelensky —aliado de Netanyahu— ejecutó contra Rusia en la llamada “Operación Telaraña”. Lo que distingue al ataque israelí es el carácter paciente y escatológico de su ejecución: Benjamin Netanyahu habría esperado 30 años para lanzar un golpe que, bajo el pretexto de la “legítima defensa”, busca redefinir el tablero nuclear regional mientras Irán negociaba con Washington un nuevo acuerdo nuclear. Tras el ataque israelí, Irán izó la Bandera Roja de la “legítima defensa” en la mezquita Jamkaran de Qom, símbolo de respuesta inminente y guerra santa. La reacción internacional no se hizo esperar: condenas de Rusia y China, aplausos de la OTAN (sin Turquía), y una narrativa mediática que osciló entre la euforia y el miedo, según los intereses en juego.
Mientras medios occidentales y el propio Financial Times celebraban la “invulnerabilidad” de los sistemas defensivos israelíes —el Domo de Hierro, Flechas 1 y 2, y la Honda de David—, expertos militares rusos como Andrei Martyanov se burlaban de los sistemas sobrevendidos, señalando la incapacidad de Israel y Estados Unidos para detener los misiles hipersónicos iraníes que impactaron Tel Aviv, Jerusalén y la base aérea de Nevatim. Aquí la geopolítica se convierte en economía política: el verdadero barómetro de la eficacia militar se mide en la cotización bursátil de Raytheon y Boeing, fabricantes de los sistemas que hoy naufragan ante la nueva generación de armamento. La férrea censura israelí, sumada a la propaganda orwelliana de “Occidente”, dibuja un escenario donde la pregunta fundamental es: ¿a quién creer? Como advierte la doctrina geopolítica clásica, el control de la narrativa es, en sí mismo, un acto de poder. Zbigniew Brzezinski ya advertía en El Gran Tablero Mundial que la superioridad informativa es tan vital como la militar.
Quizá los más impactante no es militar, sino político. Las protestas de la base MAGA (Make America Great Again), según Al Jazeera, exponen una fractura inédita en la política estadounidense: el 90% de la base trumpista rechaza ayudar a Israel, mientras los líderes del Congreso —demócratas y republicanos— siguen respondiendo a los intereses del lobby israelí (AIPAC). Incluso halcones como Marco Rubio han buscado distanciar a Estados Unidos de la escalada israelí. Figuras como Steve Bannon y Tucker Carlson alertan sobre el riesgo de que EE. UU. termine arrastrado a una guerra de consecuencias imprevisibles, no sólo con Irán, sino contra Rusia y China.
Un punto clave, casi siempre omitido en la prensa convencional, es la hipocresía flagrante de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA). Bajo la gestión del italiano Rafael Grossi, la AIEA ignora las más de 90 —algunas fuentes dicen hasta 500— armas nucleares de Israel, país que ni siquiera ha firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP). Mientras tanto, Irán —signatario del TNP— enfrenta sanciones y presiones, sometido a inspecciones mucho más estrictas que las de cualquier Estado occidental. La física mexicana María Cetto, exvicepresidenta de la AIEA y Nobel de la Paz 2005 junto a Mohamed Baradei, advirtió en su momento sobre este doble estándar, que mina cualquier posibilidad de estabilidad estratégica en la región.
El llamado telefónico de Vladimir Putin a Trump por su cumpleaños no fue sólo cortesía. Moscú, único actor capaz de dialogar con ambas partes, se ha convertido en el árbitro obligado de una crisis que trasciende Medio Oriente. Como señaló el analista ruso Kirill Dmitriev, el peor escenario sería una escalada nuclear, con Pakistán dispuesto a intervenir si Israel recurre a la “Opción Sansón” (uso de armas nucleares como último recurso). El espionaje iraní sobre las instalaciones nucleares de Israel, revelado por el ministro de Inteligencia Esmaeil Khatib, confirma que el mito de la “fortaleza inexpugnable” israelí ya no existe. Dimona, la joya de la corona nuclear israelí, es hoy el objetivo más vulnerable de los misiles hipersónicos de Irán, capaces de evadir incluso los sistemas más avanzados de defensa antimisiles. A pesar del apocalipsis anunciado, no estamos lejos de un nuevo acuerdo nuclear entre EE. UU. e Irán, gracias —paradójicamente— a la presión rusa y a la fatiga estratégica de Occidente. Mientras tanto, la guerra de los epílogos sigue abierta: Israel inició la ofensiva, pero Irán podría determinar cómo termina la historia.
La crisis actual no es un fenómeno aislado, sino la continuación de la lógica clásica descrita por Halford Mackinder y Nicholas Spykman: quien controle el “Heartland” euroasiático y las rutas energéticas del Medio Oriente, dominará la política global. Hoy, la pugna entre Israel e Irán es también el pulso entre un orden unipolar que se desvanece y un mundo multipolar en gestación, donde China, Rusia, India y los emergentes del Sur Global exigen voz y voto. Como advierte Graham Allison en “Destined for War”, la Trampa de Tucídides —el riesgo de conflicto abierto entre una potencia en ascenso y una dominante— sigue más vigente que nunca. La geopolítica, como la historia, rara vez concede finales felices. Lo único seguro es que las reglas del juego ya han cambiado, y el futuro inmediato dependerá menos de los descontones militares y más de la capacidad de las potencias para negociar, convivir y, sobre todo, sobrevivir en un mundo donde nadie puede cantar victoria.
Mientras medios occidentales y el propio Financial Times celebraban la “invulnerabilidad” de los sistemas defensivos israelíes —el Domo de Hierro, Flechas 1 y 2, y la Honda de David—, expertos militares rusos como Andrei Martyanov se burlaban de los sistemas sobrevendidos, señalando la incapacidad de Israel y Estados Unidos para detener los misiles hipersónicos iraníes que impactaron Tel Aviv, Jerusalén y la base aérea de Nevatim. Aquí la geopolítica se convierte en economía política: el verdadero barómetro de la eficacia militar se mide en la cotización bursátil de Raytheon y Boeing, fabricantes de los sistemas que hoy naufragan ante la nueva generación de armamento. La férrea censura israelí, sumada a la propaganda orwelliana de “Occidente”, dibuja un escenario donde la pregunta fundamental es: ¿a quién creer? Como advierte la doctrina geopolítica clásica, el control de la narrativa es, en sí mismo, un acto de poder. Zbigniew Brzezinski ya advertía en El Gran Tablero Mundial que la superioridad informativa es tan vital como la militar.
Quizá los más impactante no es militar, sino político. Las protestas de la base MAGA (Make America Great Again), según Al Jazeera, exponen una fractura inédita en la política estadounidense: el 90% de la base trumpista rechaza ayudar a Israel, mientras los líderes del Congreso —demócratas y republicanos— siguen respondiendo a los intereses del lobby israelí (AIPAC). Incluso halcones como Marco Rubio han buscado distanciar a Estados Unidos de la escalada israelí. Figuras como Steve Bannon y Tucker Carlson alertan sobre el riesgo de que EE. UU. termine arrastrado a una guerra de consecuencias imprevisibles, no sólo con Irán, sino contra Rusia y China.
Un punto clave, casi siempre omitido en la prensa convencional, es la hipocresía flagrante de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA). Bajo la gestión del italiano Rafael Grossi, la AIEA ignora las más de 90 —algunas fuentes dicen hasta 500— armas nucleares de Israel, país que ni siquiera ha firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP). Mientras tanto, Irán —signatario del TNP— enfrenta sanciones y presiones, sometido a inspecciones mucho más estrictas que las de cualquier Estado occidental. La física mexicana María Cetto, exvicepresidenta de la AIEA y Nobel de la Paz 2005 junto a Mohamed Baradei, advirtió en su momento sobre este doble estándar, que mina cualquier posibilidad de estabilidad estratégica en la región.
El llamado telefónico de Vladimir Putin a Trump por su cumpleaños no fue sólo cortesía. Moscú, único actor capaz de dialogar con ambas partes, se ha convertido en el árbitro obligado de una crisis que trasciende Medio Oriente. Como señaló el analista ruso Kirill Dmitriev, el peor escenario sería una escalada nuclear, con Pakistán dispuesto a intervenir si Israel recurre a la “Opción Sansón” (uso de armas nucleares como último recurso). El espionaje iraní sobre las instalaciones nucleares de Israel, revelado por el ministro de Inteligencia Esmaeil Khatib, confirma que el mito de la “fortaleza inexpugnable” israelí ya no existe. Dimona, la joya de la corona nuclear israelí, es hoy el objetivo más vulnerable de los misiles hipersónicos de Irán, capaces de evadir incluso los sistemas más avanzados de defensa antimisiles. A pesar del apocalipsis anunciado, no estamos lejos de un nuevo acuerdo nuclear entre EE. UU. e Irán, gracias —paradójicamente— a la presión rusa y a la fatiga estratégica de Occidente. Mientras tanto, la guerra de los epílogos sigue abierta: Israel inició la ofensiva, pero Irán podría determinar cómo termina la historia.
La crisis actual no es un fenómeno aislado, sino la continuación de la lógica clásica descrita por Halford Mackinder y Nicholas Spykman: quien controle el “Heartland” euroasiático y las rutas energéticas del Medio Oriente, dominará la política global. Hoy, la pugna entre Israel e Irán es también el pulso entre un orden unipolar que se desvanece y un mundo multipolar en gestación, donde China, Rusia, India y los emergentes del Sur Global exigen voz y voto. Como advierte Graham Allison en “Destined for War”, la Trampa de Tucídides —el riesgo de conflicto abierto entre una potencia en ascenso y una dominante— sigue más vigente que nunca. La geopolítica, como la historia, rara vez concede finales felices. Lo único seguro es que las reglas del juego ya han cambiado, y el futuro inmediato dependerá menos de los descontones militares y más de la capacidad de las potencias para negociar, convivir y, sobre todo, sobrevivir en un mundo donde nadie puede cantar victoria.