
Julio Gálvez
07/06/2025
El presente artículo es redactado por el Día de la Libertad de Expresión en México, ya que resulta indispensable hacer una pausa y mirar, sin eufemismos ni simulaciones, el estado del periodismo en Hidalgo. En este escenario, la conmemoración se ha convertido, paradójicamente, en el día favorito de aquellos que menos han arriesgado por la libertad de prensa: los periodistas que celebran entre bocadillos, discursos huecos y premios patrocinados, olvidando que su mayor logro es haber reproducido la versión oficial al pie de la letra. Y es que, para quienes reciben contratos millonarios del erario público —esos que sólo conocen el riesgo de perder el favor del funcionario en turno— la “libertad de expresión” es una simple consigna decorativa que en nada incomoda al poder, porque de perseguir a alguien, jamás será a uno de sus propios voceros.
Basta asomarse a la estructura mediática hidalguense para advertir la dicotomía que define a la prensa local: de un lado, la cúpula de comunicadores “chayoteros”, hábiles en el arte de vender su pluma al mejor postor; del otro, una exigua minoría de periodistas que, fieles a los principios democráticos, ejercen la crítica y la investigación pese al aislamiento, la precariedad y, no pocas veces, el acoso. La diferencia es crucial y va mucho más allá de una mera disputa de egos: se trata de una batalla por el sentido de la democracia misma. Sin libertad de expresión, la democracia se reduce a un ritual vacío, carente de deliberación pública y pluralidad real.
En México, la libertad de expresión es reconocida constitucionalmente (artículo 6º y 7º de la Constitución), pero en la práctica sigue siendo una prerrogativa acotada para quienes desafían al poder político o económico. En Hidalgo, la gran mayoría de los medios sobrevive gracias a convenios oficiales, convirtiéndose en meros replicadores de boletines gubernamentales; tal como ha documentado la organización Artículo 19 en su informe “Democracia simulada, nada que aplaudir”, la captura mediática por parte del Estado es la principal amenaza para el periodismo independiente, pues anula la pluralidad y transforma al reportero en operador político. Lo paradójico es que quienes menos han padecido censura o amenazas —porque forman parte del entramado oficialista— son los más escandalizados el día de la libertad de expresión, pronunciando discursos sobre los riesgos del periodismo mientras reciben sus pagos puntuales.
Este fenómeno no es nuevo. El “chayote”, esa ancestral práctica mexicana de sobornar periodistas con recursos públicos, persiste como una de las formas más efectivas de control informativo. Como describe Raúl Trejo Delarbre en “El poder bajo la lupa” (UNAM, 2020), los medios alineados han demostrado una asombrosa flexibilidad ideológica: ayer sirvieron al PRI, hoy visten los colores de Morena, pero su lealtad sigue siendo al poder de turno, no al interés público. El caso de Hidalgo es ejemplar: medios que durante décadas sirvieron a caciques priistas ahora se deshacen en elogios a la 4T, en una pirueta que nada tiene que ver con principios editoriales, y sí mucho con el tamaño del contrato recibido.
En contraste, los pocos medios independientes que resisten —como Nuevo Gráfico— encarnan la función pública y democrática del periodismo: fiscalizar, cuestionar, investigar y ofrecer a la ciudadanía una narrativa alternativa a la verdad oficial. En palabras del teórico Jürgen Habermas, la opinión pública no es la suma de voces serviles, sino el resultado del debate plural, incluso caótico, donde coexisten verdades, mentiras y medias verdades (véase “Historia y crítica de la opinión pública”, 1962). Allí reside la importancia de proteger la libertad de expresión, incluso cuando incomoda o desafía al poder.
No es casual que, en Hidalgo, los grandes medios sigan bailando al son que les toque el gobierno, mientras los periodistas verdaderamente críticos padecen aislamiento y precariedad. Las élites que han gobernado el estado durante casi un siglo —familias recicladas, empresarios de ocasión y políticos profesionales— han perfeccionado el arte de manipular la información, decidiendo a conveniencia quién es periodista y quién no, y distribuyendo generosamente sus favores entre quienes juran lealtad al régimen.
En este contexto, la existencia de medios independientes cobra una importancia estratégica: su resistencia es, en sí misma, un acto de rebeldía ante un sistema construido para aplaudir al poder. Lejos de las mieles del chayote y de los premios oficiales, estos medios representan la posibilidad de una sociedad informada, capaz de cuestionar y decidir por sí misma.
Concluir esta reflexión obliga a mirar de frente la responsabilidad del gremio periodístico. Como lo señala Silvia Cherem en “Periodismo en riesgo” (Grijalbo, 2018), la función del periodista no es congraciarse con el poder, sino desafiarlo, aunque cueste el ostracismo o la persecución. Sin esa valentía, la libertad de expresión se convierte en un cascarón vacío, apenas útil para la demagogia de quienes nunca han tenido que arriesgar nada.
La democracia, recordémoslo, se sostiene sobre la deliberación pública, no sobre el aplauso fácil. Por ello, el periodismo independiente debe ser protegido, reconocido y, sobre todo, ejercido con dignidad. En Hidalgo, como en el resto del país, la lucha por la libertad de expresión es, todavía, una batalla abierta entre quienes sirven al poder y quienes sirven al pueblo. La verdadera conmemoración del Día de la Libertad de Expresión reside, pues, en la persistencia de aquellos periodistas que, a pesar de todo, siguen creyendo que informar, investigar y criticar es —y debe ser— un acto de libertad.