
22 de septiembre de 2025
Otra vez se habla de aumentar la tarifa del transporte público en Hidalgo. Se menciona un incremento del 25%, como si fuera sólo una cifra, pero para quienes vivimos en Pachuca y sus alrededores, este tema va mucho más allá de los pesos y centavos. Se trata de dignidad, de justicia y de un sistema que, más que movernos, nos exprime.
El servicio de transporte público es una concesión del Estado. Así nos lo explican: un permiso para que particulares presten un servicio que, en realidad, es una obligación del gobierno. Pero si esa es la lógica, ¿cómo se explica la existencia de grandes consorcios que concentran cientos de concesiones? Los ciudadanos de a pie, con esfuerzo y aspiraciones legítimas, difícilmente pueden acceder a su propia concesión. En cambio, deben rentarla a estos grupos que han convertido el transporte en un negocio millonario, excluyente y sin regulación real.
Ahí está el caso de la extinta empresa Tercer Milenio, que aglutinaba casi 200 taxis en la zona metropolitana y que, según múltiples señalamientos, tuvo vínculos directos con figuras políticas del más alto nivel. ¿Y quién nos asegura que ese modelo ya no existe bajo otro nombre o estructura?
Hoy, la realidad es otra. El sistema está dominado por grupos que alquilan las concesiones, no ofrecen seguridad social, imponen condiciones laborales precarias y circulan unidades en mal estado. Algunas incluso transportan pasajeros de pie, sin que haya espacio suficiente ni elementos para sujetarse con seguridad. En muchos casos, ingresan con pasaje a gasolineras, a pesar del riesgo que representa para todos —más aún cuando hay personas utilizando su celular en ese momento, lo cual está expresamente prohibido.
El problema no es la falta de unidades, es el sobrecupo dentro de ellas. Y lo que más preocupa es que quienes impulsan estos aumentos están, en algunos casos, directamente vinculados a esos grupos de poder. No es coincidencia que el diputado que promueve esta alza sea también parte de uno de estos consorcios que concentran concesiones. Hay un claro conflicto de intereses que no puede pasarse por alto.
Subir la tarifa sin corregir estos abusos es premiar la ineficiencia y perpetuar la desigualdad. Antes de pensar en cobrar más, exijamos condiciones dignas para operadores, usuarios y ciudadanos. Que se eliminen intermediarios. Que las unidades cumplan con la ley. Que el ingreso aumente, sí, pero empezando por el salario mínimo, y no sólo por la tarifa.
Este no es un reclamo airado. Es un llamado firme. A los legisladores, al gobernador, a quienes toman decisiones: escuchen. La movilidad no debe ser un negocio para unos cuantos, sino un derecho para todos.
El servicio de transporte público es una concesión del Estado. Así nos lo explican: un permiso para que particulares presten un servicio que, en realidad, es una obligación del gobierno. Pero si esa es la lógica, ¿cómo se explica la existencia de grandes consorcios que concentran cientos de concesiones? Los ciudadanos de a pie, con esfuerzo y aspiraciones legítimas, difícilmente pueden acceder a su propia concesión. En cambio, deben rentarla a estos grupos que han convertido el transporte en un negocio millonario, excluyente y sin regulación real.
Ahí está el caso de la extinta empresa Tercer Milenio, que aglutinaba casi 200 taxis en la zona metropolitana y que, según múltiples señalamientos, tuvo vínculos directos con figuras políticas del más alto nivel. ¿Y quién nos asegura que ese modelo ya no existe bajo otro nombre o estructura?
Hoy, la realidad es otra. El sistema está dominado por grupos que alquilan las concesiones, no ofrecen seguridad social, imponen condiciones laborales precarias y circulan unidades en mal estado. Algunas incluso transportan pasajeros de pie, sin que haya espacio suficiente ni elementos para sujetarse con seguridad. En muchos casos, ingresan con pasaje a gasolineras, a pesar del riesgo que representa para todos —más aún cuando hay personas utilizando su celular en ese momento, lo cual está expresamente prohibido.
El problema no es la falta de unidades, es el sobrecupo dentro de ellas. Y lo que más preocupa es que quienes impulsan estos aumentos están, en algunos casos, directamente vinculados a esos grupos de poder. No es coincidencia que el diputado que promueve esta alza sea también parte de uno de estos consorcios que concentran concesiones. Hay un claro conflicto de intereses que no puede pasarse por alto.
Subir la tarifa sin corregir estos abusos es premiar la ineficiencia y perpetuar la desigualdad. Antes de pensar en cobrar más, exijamos condiciones dignas para operadores, usuarios y ciudadanos. Que se eliminen intermediarios. Que las unidades cumplan con la ley. Que el ingreso aumente, sí, pero empezando por el salario mínimo, y no sólo por la tarifa.
Este no es un reclamo airado. Es un llamado firme. A los legisladores, al gobernador, a quienes toman decisiones: escuchen. La movilidad no debe ser un negocio para unos cuantos, sino un derecho para todos.