Suprema Corte renuncia a ser un contrapeso



11 de septiembre de 2025

El concepto de un tribunal constitucional como “legislador negativo” fue acuñado por el jurista austriaco Hans Kelsen. Su modelo de justicia constitucional parte de una distinción fundamental: el legislador positivo, que es el Congreso y que crea leyes, y el tribunal constitucional, que no legisla, sino que anula aquellas normas contrarias a la Constitución. Su tarea es defensiva: proteger la supremacía de la Carta Magna sin intervenir en la creación normativa. Cuando una corte constitucional invalida una ley, no se convierte en un parlamento paralelo, sino que hace cumplir un mandato superior que está por encima de las mayorías circunstanciales.

En la visión de Kelsen, esta función negativa es lo que dota de equilibrio a la democracia. El parlamento representa la voluntad popular, pero esa voluntad tiene límites: no puede avasallar derechos fundamentales ni destruir el orden constitucional. El tribunal constitucional, como legislador negativo, es la válvula de seguridad del sistema democrático. Al anular leyes inconstitucionales, preserva la esencia del pacto social frente a los excesos del poder político.

Con el paso del tiempo, esta idea evolucionó. Hoy en día, las cortes constitucionales del mundo no solo actúan como legisladores negativos, sino que con frecuencia asumen un rol más amplio: emiten sentencias interpretativas que “salvan” normas corrigiendo su aplicación, ordenan reformas legislativas para llenar vacíos que afectan derechos fundamentales, o incluso dictan sentencias estructurales que obligan a rediseñar políticas públicas complejas. Esa transformación demuestra que los tribunales ya no son solo guardianes pasivos, sino actores decisivos en la configuración del derecho y de la política nacional.

El problema es que en México, la nueva Suprema Corte parece renunciar incluso a esa función básica de legislador negativo. La ministra María Estela Ríos declaró que el Poder Judicial debe ser “respetuoso de la voluntad del legislativo” porque los congresos fueron electos democráticamente. Con esta premisa, la Corte abdica de su facultad esencial: revisar si esas leyes democráticamente aprobadas son compatibles o no con la Constitución. El peligro es evidente: una democracia sin control constitucional se convierte en una democracia plebiscitaria, donde la mayoría manda sin límites.

La experiencia comparada lo demuestra. En Estados Unidos, la Corte Suprema ha limitado recientemente la capacidad de los jueces federales para emitir medidas cautelares de alcance nacional que frenen órdenes ejecutivas del presidente. Con ello, fortaleció el poder presidencial y dificultó la oposición legal a políticas cuestionadas. Ese fallo ha intensificado el debate sobre los poderes presidenciales y el rol de los tribunales como freno al Ejecutivo. Lo que está en juego es la esencia del sistema de checks and balances: sin jueces dispuestos a contradecir al presidente, el poder ejecutivo se expande sin contención.

México enfrenta un riesgo aún mayor. Con un Congreso dominado por la mayoría oficialista y una Corte que expresa públicamente su disposición a no “interferir” con la voluntad popular, el Ejecutivo queda prácticamente sin contrapeso. En este escenario, la democracia se vacía de contenido y se convierte en el terreno fértil de un gobierno autoritario: mayorías que aprueban normas sin cuestionamiento, jueces que callan y un presidente que concentra un poder sin límites reales. 

El caso de la prisión preventiva oficiosa ilustra el dilema. Esta figura fue aprobada por el Legislativo y ha sido cuestionada por organismos internacionales y defensores de derechos humanos. Corresponde a la Corte revisar su constitucionalidad. Sin embargo, si la lógica de la ministra Ríos se impone —que lo aprobado por el Congreso no debe invalidarse porque emana de una mayoría democrática—, entonces la Suprema Corte habrá claudicado en su función de contrapeso y habrá consolidado un sistema en el que la voluntad política se impone sobre los derechos constitucionales.

La historia ofrece lecciones claras. En el México del siglo XX, el presidencialismo hegemónico se sostuvo en gran medida porque el Poder Judicial carecía de independencia para invalidar las decisiones del Ejecutivo y del Congreso dominado por un solo partido. Fue un régimen de “mayoría sin límites”, donde la Constitución existía, pero no había un tribunal que la defendiera. Hoy, el discurso de la nueva Corte revive ese fantasma. Si el Poder Judicial renuncia a ser legislador negativo, México podría repetir el camino hacia un presidencialismo autoritario disfrazado de democracia.

La democracia no muere de un día para otro. Se desgasta lentamente cuando los jueces dejan de juzgar, los congresos se vuelven obedientes y los presidentes gobiernan sin controles. Lo que está en juego en la Suprema Corte no es un tecnicismo jurídico: es la posibilidad de mantener un orden constitucional que frene al poder o de volver, por la puerta trasera, a un régimen donde la voluntad del Ejecutivo se convierte en ley.