Justicia arrodillada



Julio Gálvez

2 de octubre de 2025

En la experiencia como abogado litigante —donde muchos casos en el CIS se han llevado pro bono en favor de víctimas ejerciendo un activismo judicial— el juicio de amparo ha sido, en incontables ocasiones, la última salvación frente a los abusos de políticos que controlan la justicia en sus estados. Cuando todo el sistema local se encuentra alineado al poder, el amparo federal representa el único resquicio de defensa ante el atropello. Si la presidenta de la República realmente quisiera fortalecer los derechos ciudadanos, tendría que empezar por garantizar la independencia judicial en los estados, donde los poderes judiciales continúan sometidos a los ejecutivos locales y operan más como instrumentos políticos que como tribunales de justicia.

A esta crisis de sometimiento se suma otra: los formalismos excesivos del juicio de amparo. A pesar de su esencia protectora, en la práctica el proceso se ha vuelto un laberinto técnico que excluye a los ciudadanos sin conocimientos jurídicos y termina protegiendo más a los políticos que a las víctimas. Se debe erradicar de las sentencias el principio del “estricto derecho”, que impide la suplencia de la queja en todas las materias y restringe la posibilidad de que los jueces entren al fondo de los casos. Hoy, miles de amparos se sobreseen por tecnicismos, no porque carezcan de razón, sino porque los juzgadores —por carga laboral o comodidad institucional— prefieren deshacerse del asunto antes que impartir justicia. Si de verdad se busca reformar el amparo, debería hacerse para abrirlo al pueblo, no para cerrarlo más con la restricción al interés legítimo.

El Senado consumó la aprobación de la reforma a la Ley de Amparo con 70 votos a favor y 39 en contra, una modificación que, lejos de ampliar los derechos ciudadanos, refuerza el control del poder político sobre la justicia. La iniciativa parte de tres ejes: la creación del juicio en línea, la redefinición del interés legítimo y la restricción de las suspensiones en casos de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), créditos fiscales y actividades consideradas estratégicas sin concesión. En el papel, la propuesta se viste de modernidad y eficiencia, pero en el fondo contiene un mecanismo para debilitar la protección constitucional de los individuos frente al Estado.

El juicio en línea se presenta como un avance para agilizar procesos, aunque se mantiene como opcional. Suena atractivo en un país con rezagos judiciales, pero sin inversión tecnológica suficiente corre el riesgo de volverse una simulación: digitalización de forma, sin fondo. Más preocupante es el rediseño del interés legítimo, que en teoría amplía la posibilidad de que colectivos defiendan derechos difusos, pero al mismo tiempo se limita en su alcance. En lugar de consolidar el espíritu protector del amparo —nacido para proteger a los más vulnerables frente a los abusos de poder—, se abre la puerta a interpretaciones discrecionales que podrían ser utilizadas para cerrar el acceso a quienes incomoden al sistema.

El golpe más fuerte está en las suspensiones. Hasta ahora, estas medidas cautelares habían sido la única tabla de salvación para ciudadanos, empresas, comunidades o enfermos que enfrentaban actos de autoridad potencialmente irreparables. Con la reforma, la suspensión queda limitada en casos que involucren a la UIF, deudas fiscales o actividades consideradas ilegales por no tener concesión. En los hechos, esto significa que si Hacienda bloquea cuentas bancarias o si un crédito fiscal se impone sin sustento, el afectado deberá esperar hasta una sentencia definitiva —que puede tardar más de un año— sin posibilidad de protección inmediata. El mensaje es claro: primero el poder, después la justicia.

Las consecuencias alcanzan también a dos áreas críticas: medio ambiente y salud. En el pasado, comunidades enteras lograron frenar megaproyectos mineros, hidroeléctricos o industriales que devastaban su entorno gracias a suspensiones provisionales, mientras los jueces analizaban el fondo de la controversia. Con la reforma, si la autoridad enmarca esos permisos bajo la figura de concesiones o actividades estratégicas, el juez tendrá las manos atadas. Del mismo modo, padres de niños con cáncer, pacientes crónicos y colectivos que han conseguido tratamientos vitales a través del amparo podrían ver bloqueada la suspensión bajo el argumento de que las órdenes judiciales afectan recursos fiscales o presupuestales. En otras palabras, la reforma no solo afecta a empresarios y financieros, también impacta de manera directa a quienes luchan por agua limpia, aire respirable o medicamentos para sobrevivir.

La verdadera polémica, sin embargo, explotó con el Tercer Artículo Transitorio, introducido de último momento por el senador morenista Alejandro Armenta Huerta. Este establece que los juicios de amparo en trámite se seguirán conforme a las nuevas disposiciones, lo que implica que los cambios aplicarán incluso a procesos ya iniciados. Es decir, una aplicación retroactiva de la ley, prohibida expresamente por la Constitución en perjuicio de las personas. La presidenta Claudia Sheinbaum se deslindó públicamente de este añadido, pero el bloque oficialista lo aprobó en el pleno, abriendo un flanco de incertidumbre jurídica que amenaza con desmoronar uno de los principios más sólidos del Estado de derecho: la seguridad jurídica.

Los defensores de la reforma insisten en que fortalece el interés colectivo y evita abusos del amparo por grandes empresarios o políticos corruptos. Sus críticos —desde activistas de derechos humanos hasta juristas, ambientalistas y empresarios— advierten lo contrario: que sin suspensiones muchos ciudadanos quedarán en la indefensión, que la retroactividad violenta garantías fundamentales y que el nuevo marco legal erosiona la única herramienta real de defensa frente al poder absoluto del Estado.

La paradoja es brutal: la Ley de Amparo, nacida como escudo del individuo frente al autoritarismo, es transformada por un gobierno que prometió no repetir la historia del PRI, pero que ahora reproduce sus métodos de control. En lugar de perfeccionar la justicia, la reforma parece escrita con la pluma del poder para neutralizar a quienes se atrevan a cuestionarlo. Lo que se aprobó no es un avance democrático, sino un retroceso disfrazado de modernización.