
Alonso Quijano
El presupuesto aprobado revela con claridad cuáles son las prioridades de Morena y la manera en que se utilizan los recursos públicos para sostener su proyecto político. Mientras se destinaron alrededor de 134 mil millones de pesos a programas sociales bajo la etiqueta de “protección social”, apenas se asignaron 4.7 mil millones a la infraestructura de drenaje y alcantarillado en la Ciudad de México. La diferencia no es menor: por cada peso invertido en un sistema de saneamiento que afecta la vida diaria de millones de capitalinos, se gastan casi treinta en transferencias que se presentan como ayudas a la población, pero que en la práctica han sido señaladas como herramientas clientelares con efectos inmediatos en las urnas.
La lógica detrás de esta disparidad es evidente. Las transferencias sociales son visibles, se entregan de manera directa y generan gratitud hacia quien las reparte. Los apoyos pueden capitalizarse políticamente en el corto plazo, reforzando la relación entre partido y beneficiarios. En contraste, la inversión en drenaje o alcantarillado es silenciosa, costosa y sus efectos solo se notan cuando el sistema falla. No hay fotografías de entrega de tuberías, ni discursos emotivos en torno a un colector pluvial, pero sí consecuencias graves cuando el abandono se traduce en inundaciones, pérdidas materiales y problemas sanitarios.
El caso de la Ciudad de México es especialmente delicado. La red de desagüe es una de las más antiguas del continente, con infraestructura que supera el siglo de operación y que enfrenta presiones inéditas derivadas de la urbanización acelerada y del cambio climático. Cada temporada de lluvias deja ver el rezago: colonias enteras bajo el agua, vehículos atrapados, viviendas afectadas y familias que pierden lo poco que tienen. Mientras tanto, los discursos oficiales prefieren hablar de justicia social y de apoyos universales, como si las transferencias pudieran compensar la precariedad de un entorno urbano en decadencia.
No se trata de desestimar la importancia de los programas sociales, sino de advertir que el desequilibrio presupuestal está hipotecando el futuro. Los apoyos económicos pueden aliviar momentáneamente la pobreza, pero no sustituyen la necesidad de un sistema de servicios públicos eficiente que garantice condiciones dignas para todos. Cuando el drenaje se colapsa o las aguas negras invaden las calles, no hay transferencia monetaria que alcance para cubrir los daños. La ironía es que los mismos beneficiarios de los programas sociales terminan siendo los más afectados por la falta de inversión en infraestructura.
La política presupuestal de Morena, resumida en esta disparidad de cifras, confirma una apuesta cortoplacista orientada al rendimiento electoral antes que al bienestar sostenible. Se privilegia lo visible, lo que genera simpatía inmediata, sobre aquello que fortalece la ciudad a largo plazo. La consecuencia será inevitable: una capital que se inunda cada vez con más frecuencia, una infraestructura que envejece sin remedio y una ciudadanía que, al final, descubre que el dinero que recibió no basta para vivir en una ciudad segura y habitable. Disfrutando lo votado, la factura llegará más temprano que tarde.