
Maria Gil
2 de noviembre de 2025
Carlos Manzo Rodríguez sabía que lo iban a matar. No lo dijo con esas palabras, pero lo dejó claro en aquella última entrevista: “Estamos expuestos, como todos los mexicanos, pero mi mayor blindaje es actuar con responsabilidad y no involucrarme con ningún grupo criminal”. Lo decía con serenidad, sin dramatismo, como quien asume que decir la verdad en México puede costar la vida. Días antes había revelado la existencia de un campo de entrenamiento del crimen organizado en las montañas de Uruapan, Michoacán. Era un hecho grave, y lo sabía. Aun así, pidió ayuda al gobierno federal. Nunca llegó.
El alcalde independiente que presumía no haber pactado con nadie fue asesinado el 1 de noviembre, frente a su pueblo y con su hijo en brazos. Fue un mensaje mafioso, brutal y público: la delincuencia manda. Lo mataron durante una de las fechas más simbólicas para los michoacanos —el Día de Muertos—, justo cuando las plazas se llenan de velas y flores. El crimen no sólo acabó con la vida de un servidor público; también con la ilusión de que un municipio puede sobrevivir sin someterse a los capos.
El caso de Manzo no es aislado. En Michoacán, siete alcaldes han sido asesinados durante el gobierno de Alfredo Ramírez Bedolla. Siete. Tepalcatepec, Tacámbaro, Churumuco, Cotija, Aguililla, Contepec y ahora Uruapan. A esa lista se suman síndicos, regidores y líderes comunitarios. Todos víctimas de un Estado que dejó de proteger a sus representantes locales, mientras presume estadísticas maquilladas desde la comodidad del Palacio Nacional.
La respuesta oficial ha sido predecible: culpar al pasado, a Felipe Calderón, a la “guerra contra el narco”, a los medios, a la oposición, a cualquiera menos a los criminales que hoy controlan vastas regiones del país. La presidenta Claudia Sheinbaum replicó el discurso de siempre: “La guerra contra el narco fue la que trajo esta violencia”. Ninguna palabra sobre la inacción, los pactos locales o la captura del territorio por el crimen. Ninguna autocrítica. Ninguna propuesta.
En contraste, lo que se vivió en Uruapan tras el asesinato fue desolador. Un gobernador repudiado, escoltado y abucheado en el funeral; una ciudadanía indignada que ya no confía en sus instituciones; y un silencio ominoso del gobierno federal, más preocupado por controlar la narrativa en redes sociales que por garantizar justicia.
Carlos Manzo fue, quizás, el último intento de un municipio por resistir sin someterse. No tenía partido, no debía favores y no cargaba deudas con ningún grupo. Su error fue creer que bastaba con eso. En México, no pactar es un acto heroico y suicida.
Si algo deja claro su muerte, es que la estrategia de “abrazos, no balazos” ha fracasado rotundamente. Los criminales no abrazan; ejecutan. Y los gobiernos que justifican su pasividad con discursos sobre “causas sociales” están dejando el país a merced de la barbarie.
Uruapan hoy llora a su alcalde, pero también llora por sí misma. Porque el mensaje de su asesinato no fue sólo para los políticos valientes, sino para todos los mexicanos que aún creen que el Estado los protege. La verdad es que no. En México, quien enfrenta al crimen está solo.
Y Carlos Manzo lo sabía.