
16 de diciembre de 2025
La discusión abierta en el Congreso de Hidalgo sobre reformar la Constitución local para imponer que la elección de la gubernatura de 2028 sea exclusiva para mujeres, e incluso modificar la duración del mandato, no es solo un debate político o de coyuntura electoral. Se trata, en esencia, de un problema constitucional de alta intensidad, porque coloca en tensión directa el principio de igualdad sustantiva con la prohibición de discriminación y con los derechos político-electorales reconocidos tanto por la Constitución federal como por los tratados internacionales suscritos por México.
La paridad de género forma parte hoy del núcleo duro del constitucionalismo mexicano. Desde la reforma de 2019, el texto constitucional consagró la llamada “paridad en todo”, obligando al Estado y a los partidos políticos a garantizar la participación equilibrada de mujeres y hombres en los cargos públicos. La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sido clara al señalar que la paridad no es una concesión graciosa del legislador, sino una herramienta para corregir desigualdades estructurales históricas que han impedido a las mujeres acceder en condiciones reales de igualdad al poder político. En ese sentido, la Corte ha validado cuotas, reglas de alternancia y medidas correctivas cuando están orientadas a ampliar derechos, no a sustituir una exclusión por otra.
El problema de las iniciativas en Hidalgo es que van más allá de ese marco. No se limitan a exigir paridad ni a reforzar la alternancia; establecen una exclusión absoluta por razón de género en una elección concreta. Esto implica un cambio cualitativo. Como advierte Luigi Ferrajoli, los derechos fundamentales operan como límites al poder, incluso cuando ese poder se ejerce con fines aparentemente legítimos. No todo objetivo constitucional justifica cualquier medio, y menos cuando el medio elegido restringe directamente el ejercicio de un derecho humano. En términos ferrajolianos, una norma que discrimina por sexo, aun con fines correctivos, debe superar un estándar de justificación extremadamente estricto.
Desde la teoría constitucional contemporánea, Robert Alexy sostiene que los derechos fundamentales solo pueden ser limitados mediante normas que superen un test de proporcionalidad: idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. Aplicado al caso de Hidalgo, la pregunta es inevitable: ¿es realmente necesario prohibir que los hombres compitan en una elección para garantizar la paridad, cuando ya existen mecanismos menos restrictivos como la alternancia, las reglas de competitividad o los lineamientos de postulación? La iniciativa no ha demostrado públicamente que no existan alternativas menos lesivas para alcanzar el mismo fin. Sin ese análisis, la medida corre el riesgo de ser vista como desproporcionada.
La propia Suprema Corte ha advertido, en distintos precedentes, que las acciones afirmativas no pueden traducirse en vetos absolutos. En acciones de inconstitucionalidad relacionadas con cuotas de género, el tribunal ha sostenido que el principio de igualdad sustantiva no autoriza al legislador a crear nuevas formas de discriminación, aun cuando se presenten como temporales o excepcionales. Ronald Dworkin lo expresó con claridad: los derechos no son simples intereses que puedan sacrificarse por razones de utilidad colectiva; son cartas de triunfo frente a las mayorías, incluso cuando esas mayorías actúan en nombre de causas moralmente valiosas.
A ello se suma un problema adicional que las iniciativas no resuelven: las candidaturas independientes. El artículo 35 de la Constitución federal reconoce el derecho de toda persona a ser votada, sin más limitaciones que las expresamente previstas en la ley y compatibles con el principio de no discriminación. Obligar a los partidos políticos a postular solo mujeres, pero no poder imponer esa misma restricción a quienes busquen competir sin partido, genera un sistema incoherente y desigual. Peor aún, si se intentara extender la prohibición a las candidaturas independientes, la restricción sería todavía más grave, pues afectaría directamente el núcleo del derecho político individual, algo que la Corte ha protegido de manera especialmente celosa.
Desde una perspectiva de equidad de género, el objetivo de que Hidalgo tenga por primera vez una mujer gobernadora es legítimo y, para muchos, impostergable. Sin embargo, como advierte Norberto Bobbio, el avance de los derechos no se mide solo por las buenas intenciones, sino por la calidad jurídica de las normas que los instrumentan. Una mala técnica constitucional puede convertir una causa justa en una norma vulnerable, destinada a ser anulada en tribunales.
En términos estrictamente jurídicos, imponer constitucionalmente que una elección sea exclusiva para un solo género transforma la paridad —concebida como igualdad en el acceso— en una regla de exclusión. Ese tránsito no es menor y difícilmente puede pasar inadvertido para la Suprema Corte o para el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación si la reforma se aprueba. El riesgo no es abstracto: una acción de inconstitucionalidad o una cadena de impugnaciones podría terminar invalidando la norma, dejando sin efecto el objetivo que se pretendía alcanzar.
El debate en Hidalgo, por tanto, no es si la paridad es deseable —lo es y está constitucionalmente reconocida—, sino si el Congreso puede, en nombre de ella, cancelar el derecho a competir por parte de la ciudadanía y rediseñar las reglas electorales sin vulnerar el principio de igualdad. En el constitucionalismo democrático, la igualdad no se construye sustituyendo una exclusión por otra, sino ampliando el espacio de los derechos sin romper sus límites. Esa es la prueba jurídica que hoy enfrentan las reformas propuestas.
La paridad de género forma parte hoy del núcleo duro del constitucionalismo mexicano. Desde la reforma de 2019, el texto constitucional consagró la llamada “paridad en todo”, obligando al Estado y a los partidos políticos a garantizar la participación equilibrada de mujeres y hombres en los cargos públicos. La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sido clara al señalar que la paridad no es una concesión graciosa del legislador, sino una herramienta para corregir desigualdades estructurales históricas que han impedido a las mujeres acceder en condiciones reales de igualdad al poder político. En ese sentido, la Corte ha validado cuotas, reglas de alternancia y medidas correctivas cuando están orientadas a ampliar derechos, no a sustituir una exclusión por otra.
El problema de las iniciativas en Hidalgo es que van más allá de ese marco. No se limitan a exigir paridad ni a reforzar la alternancia; establecen una exclusión absoluta por razón de género en una elección concreta. Esto implica un cambio cualitativo. Como advierte Luigi Ferrajoli, los derechos fundamentales operan como límites al poder, incluso cuando ese poder se ejerce con fines aparentemente legítimos. No todo objetivo constitucional justifica cualquier medio, y menos cuando el medio elegido restringe directamente el ejercicio de un derecho humano. En términos ferrajolianos, una norma que discrimina por sexo, aun con fines correctivos, debe superar un estándar de justificación extremadamente estricto.
Desde la teoría constitucional contemporánea, Robert Alexy sostiene que los derechos fundamentales solo pueden ser limitados mediante normas que superen un test de proporcionalidad: idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. Aplicado al caso de Hidalgo, la pregunta es inevitable: ¿es realmente necesario prohibir que los hombres compitan en una elección para garantizar la paridad, cuando ya existen mecanismos menos restrictivos como la alternancia, las reglas de competitividad o los lineamientos de postulación? La iniciativa no ha demostrado públicamente que no existan alternativas menos lesivas para alcanzar el mismo fin. Sin ese análisis, la medida corre el riesgo de ser vista como desproporcionada.
La propia Suprema Corte ha advertido, en distintos precedentes, que las acciones afirmativas no pueden traducirse en vetos absolutos. En acciones de inconstitucionalidad relacionadas con cuotas de género, el tribunal ha sostenido que el principio de igualdad sustantiva no autoriza al legislador a crear nuevas formas de discriminación, aun cuando se presenten como temporales o excepcionales. Ronald Dworkin lo expresó con claridad: los derechos no son simples intereses que puedan sacrificarse por razones de utilidad colectiva; son cartas de triunfo frente a las mayorías, incluso cuando esas mayorías actúan en nombre de causas moralmente valiosas.
A ello se suma un problema adicional que las iniciativas no resuelven: las candidaturas independientes. El artículo 35 de la Constitución federal reconoce el derecho de toda persona a ser votada, sin más limitaciones que las expresamente previstas en la ley y compatibles con el principio de no discriminación. Obligar a los partidos políticos a postular solo mujeres, pero no poder imponer esa misma restricción a quienes busquen competir sin partido, genera un sistema incoherente y desigual. Peor aún, si se intentara extender la prohibición a las candidaturas independientes, la restricción sería todavía más grave, pues afectaría directamente el núcleo del derecho político individual, algo que la Corte ha protegido de manera especialmente celosa.
Desde una perspectiva de equidad de género, el objetivo de que Hidalgo tenga por primera vez una mujer gobernadora es legítimo y, para muchos, impostergable. Sin embargo, como advierte Norberto Bobbio, el avance de los derechos no se mide solo por las buenas intenciones, sino por la calidad jurídica de las normas que los instrumentan. Una mala técnica constitucional puede convertir una causa justa en una norma vulnerable, destinada a ser anulada en tribunales.
En términos estrictamente jurídicos, imponer constitucionalmente que una elección sea exclusiva para un solo género transforma la paridad —concebida como igualdad en el acceso— en una regla de exclusión. Ese tránsito no es menor y difícilmente puede pasar inadvertido para la Suprema Corte o para el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación si la reforma se aprueba. El riesgo no es abstracto: una acción de inconstitucionalidad o una cadena de impugnaciones podría terminar invalidando la norma, dejando sin efecto el objetivo que se pretendía alcanzar.
El debate en Hidalgo, por tanto, no es si la paridad es deseable —lo es y está constitucionalmente reconocida—, sino si el Congreso puede, en nombre de ella, cancelar el derecho a competir por parte de la ciudadanía y rediseñar las reglas electorales sin vulnerar el principio de igualdad. En el constitucionalismo democrático, la igualdad no se construye sustituyendo una exclusión por otra, sino ampliando el espacio de los derechos sin romper sus límites. Esa es la prueba jurídica que hoy enfrentan las reformas propuestas.