LA ÉTICA Y LA REIVIDINDICACIÓN SOCIAL DEL ABOGADO


Gerardo O. Vela y Caneda,
Abogado postulante y profesor universitario. 

El Derecho, como manifestación social, permea en todos los rincones de la actividad humana. Cualquier acto llevado a cabo por mujeres y hombres, ya sea en el ámbito de lo público o de lo estrictamente privado, se encuentra enmarcado por la ley y por los valores y principios fundamentales que le rigen. 

La interacción social, fenómeno ineludible que da vida al Estado, inlfuye en la creación de las leyes y aunque la norma jurídica tiene un carácter general y abstracto, lo cierto es que dentro del ámbito profesional somos los abogados quienes tenemos el encargo directo de poner en práctica los postulados jurídicos que norman nuestro actuar y dan vida a las instituciones, mismas que han sido creadas con la finalidad de mantener la sana convivencia social y conseguir el bien común. 

Partiendo de lo que hemos señalado, sería fantástico poder asumir que la sociedad en general ha depositado su tranquilidad en los profesionales del Derecho, confiada en que aquellos cumplirán con el encargo conferido por ser el deber inherente a una vocación elegida. Sin embargo, observamos como una penosa realidad que el grueso de la población ha desarrollado un concepto negativo del abogado, atribuyéndole diversas características y conductas que se advierten inaceptables a la luz de la dignidad profesional, tales como la deshonestidad, deslealtad, oportunismo, apatía y corrupción, que son, por decir lo menos, algunas de las palabras que describen el sentir de muchas personas respecto de los abogados de nuestros tiempos. 

Pero la crisis del ejercicio profesional no es nueva. Coincido con Ángel Ossorio, quien desde su momento y lugar histórico advirtió la urgencia que existía por reivindicar el concepto social del abogado. El jurista argentino fue puntual al poner en descubierto el desprestigio en que había caído la profesión, lo cual es alarmante si tomamos en cuenta que la obra en la que expone esta situación, “El Alma de la Toga”, se escribió a principios de siglo XX, en 1919. 

Así, la decadencia de la imagen y valoración generalizada de los abogados ha sido un mal evolutivo que no ha encontrado paliativo y que por el contrario, parece crecer más y más con el paso del tiempo. ¿Significa ésto que los abogados no hemos hecho nada bueno por la sociedad?, naturalmente la respuesta es que no, pues la nuestra es una profesión medular para el desenvolvimiento de nuestro entorno, pero debemos comprender que en efecto existen motivos suficientes para que hayamos caído en esta situación. Los abogados debemos comenzar por aceptar que nuestra profesión no goza de la credibilidad que debería, lo cual nos impide completar su finalidad esencial, la búsqueda del bien común. Debemos entender que dicha circunstancia se genera tanto por razones que nos son enteramente atribuibles, como por suposiciones no del todo justas emitidas por el resto de la sociedad, pero en todo caso quien debe tomar la iniciativa para la modificación y mejoramiento de aquello somos los propios abogados. 

La labor del abogado debe, necesariamente, ir de la mano con una estricta observancia de la ética que tenga como base el convencimiento del propio profesional del Derecho. Ésta es la premisa a partir de la cual podemos comenzar a hablar de una reivindicación de la abogacía frente a una sociedad ante la cual nuestro gremio ha perdido legitimidad. 

Muchas personas han dejado de tener confianza en el abogado y han dejado de considerar al profesional del Derecho como alguien al que pueden acudir para resolver sus problemas. En ocasiones los abogados comentamos que la gente se tarda demasiado en buscárnos, decimos y nos quejamos de que los conflictos legales llegan a nosotros cuando la problemática ha escalado demás, lo vemos como un mal cultural característico de nuestra sociedad. Sin ser correcto, quizás sí es comprensible, pues, ¿Quién quiere ir a ver a un abogado cuando piensa que lo único que éste hará es engrandecer un problema o incluso crear problemas donde no los hay? Esta forma de pensar se debe a la falta de profesionalizamo de muchos abogados que en aras de un individualismo materializasta han desprestigiado a nuestro gremio, lo que repercute en la poca o nula confianza que generamos. 

Es preciso que los abogados asumamos nuestra completa responsabilidad por aquellas conductas que realizamos y que dañan a la sociedad y también a nosotros mismos, ya que al asumirla estaremos dando un primer paso hacia la corrección y depuración de nuestro ejercicio profesional. 

Pero, ¿Cuáles son los males que aquejan principalmente a la abogacía? Hablemos de la corrupción, que implica entre otras cosas el intercambio de dádivas o favores para la consecución de algún fin, ya sea dentro o fuera de procesos judiciales y de todo tipo de trámites y gestiones. Fenómeno que además no es exclusivo del postulante, pues la corrupción aparece dentro de distintas instancias y posiciones del ámbito jurídico. 

Hablemos de la deslealtad y de la deshonestidad, que afecta directamente a todas las personas con las que interactuamos y que nos resta seriedad y legitimación. ¿Cómo, por ejemplo, esperamos que nuestro cliente sea puntual para pagar por nuestros servicios si no tiene la certeza de que estamos velando por su interés y haciendo el trabajo que nos toca?, ¿Cómo exigir que nuestra contraparte actúe de buena fe si hemos llegado a un punto en el que pareciera que los juicios se ganan por quien invente la artimaña más sucia o por quien empleé sus relaciones políticas de manera ilícita? 

Hoy hemos tenido que llegar al extremo de que los códigos, como en el caso en la materia procesal penal, nos “recuerdan” que debemos actuar con lealtad y buena fe, cuando tales principios deberían ser la tendencia natural e inherente en nuestro desenvolvimiento laboral. 

Hablemos de la falta de preparación de muchos abogados que jamás estudiaron a consciencia y cabalidad o que si lo hicieron alguna vez, han dejado de actualizarse, empolvándose y convirtiéndose en simples repetidores de conceptos desfasados e inaplicables. ¿Cómo comenzar a hablar de un honorario justo y suficiente si el servicio que ofrecemos no tiene una calidad a la altura de la exigencia social?

Hablemos también de la apatía, de la indiferencia y del adormecimiento del abogado como agente de cambio en la vida pública. Se dice que cada pueblo tiene el gobierno que merece. Y nosotros, como abogados, ¿Tendrémos entonces los tribunales que merecemos?, ¿Las dependencias gubernamentales?, ¿Las universidades públicas y privadas? 

Señalémos también la falta de diligencia en la atención de nuestro trabajo. Vivimos pensando que las cosas se resuelven solas y olvidamos que para cada cliente el único asunto que importa es el suyo, claro, en el caso del postulante, pero sucede de manera similar si se es juez, notario o servidor público en general. Para cada persona, su problema o disyuntiva legal es único e importantísimo y aunque ésto no borra el hecho de que el abogado pueda tener muchos asuntos que atender, estamos obligados a brindar la mejor atención posible en todos y cada uno de los casos que lleguen a nuestro escritorio. 

Y así, la lista continúa, los malestares se multiplican y como resultado la profesión jurídica se ha visto vapuleada desde hace ya muchos años. El abogado es un sujeto central en la crisis de la justicia y por eso, la reivindicación de la abogacía implica el mejoramiento, en gran parte, de la relación que entablamos con nuestro orden jurídico y sistema de justicia. 

¿De qué forma podremos transformar para bien la situación actual de la abogacía? Primeramente, volviendo a lo básico, entendiendo el propósito que tenemos y retomando nuestra vocación. 

La nuestra es una profesión de eminentemente servicio a los demás, como otras profesiones también lo son, aunque en el caso de los abogados existe una trascendencia singular que radica en el hecho de que trabajamos con algunos de los bienes esenciales de la persona, tales como el patrimonio, la seguridad e inclusive la libertad. Así pues, a esta vocación de servicio le acompaña una alta responsabilidad, que tenemos que poder asumir con la serenidad de quien se sabe listo para encarar un reto grande.

La abogacía tiene por objeto la preservación del bien común y la búsqueda de la justicia, al tiempo que constituye una forma de vida para quien le ejerce, por lo que indudablemente debemos encontrar un balance sano entre ambos conceptos mediante el ejercicio de la ética. 

Mauro Marsich Humberto dijo que: “La finalidad del trabajo profesional debe ser el –bien común-, o sea, todo lo que favorezca el desarrollo y la realización integral de la persona y de todas las personas de la sociedad. Sin ese horizonte y finalidad, una profesión se convierte en un medio de lucro o de honor, o simplemente, en un instrumento de degradación social del sujeto…Justo y correcto es que la profesión sea plenamente gratificante y, por lo tanto, habrá que tomar en cuenta también el beneficio, el agrado y la utilidad de la profesión misma para el trabajador profesional. Gratificante, obviamente, no solo por la –ganancia-. Aquí es el caso recordar lo gratificante que es poder servir a los demás también cuando cuesta sacrificio, entrega y donación: el médico, levantándose de noche para asistir a algún paciente; el abogado, luchando en medio de conflictos y apasionamientos humanos para esclarecer la verdad y hacer justicia.” 

La toma de conciencia es fundamental para que los abogados podamos restaurar la ética de nuestra profesión. No basta ya con formular códigos o decálogos que repitan incesantemente fórmulas de antaño. Necesitamos normas actuales y vinculantes para todos los operadores del Derecho. Debemos analizar nuestro contexto, diagnosticar nuestras carencias y comprender qué es en lo que estamos fallando. 

Debemos pactar un compromiso, primero interno, después con el gremio y en última instancia, que es la más relevante, con la sociedad. 

¿En qué consistirá este compromiso? En la vivencia de la ética en todas y cada una de las cosas que suceden en nuestra vida diaria, en lo personal y lo profesional, en nuestros actos, palabras y decisiones. Para poder “corregirnos” necesitamos gozar de un verdadero autoconocimiento, ya que si no nos conocemos no podríamos siquiera aspirar a ser mejores. 

Los abogados debemos construir la ética como una costumbre, a paso lento pero firme que con el transcurso del tiempo se consolide sin forzarse. El elemento central para el mejoramiento de la profesión jurídica es el convencimiento del abogado para actuar éticamente. 

Y claro, ésto no es cosa fácil, ni es algo que pueda transformarse de la noche a la mañana, pero si la pregunta fuera que si la práctica ética entre los abogados es posible, la respuesta sería un seguro y rotundo sí, sí es posible. Contamos con el ejemplo de diversos países en los que los abogados y los participantes del sistema legal se conducen con un estándar minímo de ética, que si bien no es asboluto, es altamente satisfactorio. Creer que la abogacía en nuestro país no puede ejercerse de forma ética, es entregarse al caos. 

En alguna oportunidad escuché en una conferencia la siguiente anécdota narrada por el magistrado y académico Miguel Ángel Aguilar López: Antes del año 2008 y de la reforma constitucional para la implementación del nuevo sistema de justicia penal, varios magistrados del Poder Judicial de la Federación fueron enviados a Europa a visitar diversos órganos jurisdiccionales y legislativos de algunos países, con el objetivo de conocer su experiencia y tradición para que al volver a México pudieran brindar un panorama amplio acerca del funcionamiento de aquellos sistemas de justicia. Así las cosas, contó el magistrado Aguilar que estando en Inglaterra la comitiva mexicana tuvo la oportunidad de reunirse con algunos jueces de aquel país. Entre el intercambio de ideas que sostuvieron, a un magistrado mexicano se le ocurrió preguntar que si era común en Inglaterra que los abogados postulantes adujeran, ante a la confesión de su cliente de la comisión de algún delito frente los cuerpos policiacos, que éste había sido amedrentado o inclusive torturado por los agentes del orden público. 

Entonces, los jueces ingleses le contestaron con sorpresa que ninguno de ellos había escuchado una cosa así en un tribunal, ya que la simple idea de que un abogado argumentara algo como eso en un juicio era irrisoria. Le explicaron que en esa nación era tal el respeto y la confianza de la sociedad hacia la policía y los tribunales, que si un defensor ocupara ese argumento sin tener fundamento alguno, seguramente vería su imagen y su credibilidad considerablemente disminuidas. 

¡Qué momento tan incómodo debió haber sido aquél! Sin embargo y amén de que en México la seguridad pública tiene conflictos diferentes que en Inglaterra, ¿No es cierto que la pregunta de ese magistrado mexicano responde al modelo de ética vivo y latente en nuestra comunidad jurídica y sistema legal? Conductas como las que describió en su cuestionamiento son prácticas comúnes entre nosotros los abogados y se encuentran tan arraigadas que muchas de las veces ni siquiera nos damos cuenta que estamos faltando a la mínima ética de un profesional. El problema no fue la pregunta, sino todo lo que con ella se hizo evidente. 

Para el ejercicio ético es necesario convertir la costumbre en virtud, areté le llamaban los griegos. No es suficiente con aplicar la ética aisladamente, pues precisamos de convencimiento y disciplina suficientes para formar un estilo de vida apegado a los lineamientos de un actuar que sea correcto, en lo individual y en lo grupal, en lo personal y en lo profesional. 

Humberto Muro Marsich explica el significado de Ethos: “La aceptación de normas y principios éticos y su cumplimiento pueden dar vida a un verdadero y específico éthos profesional, como por ejemplo el éthos forense. Es un concepto interesante porque se refiere al conjunto de actitudes, sentimientos y pensamientos que definen el modo de ser y la cultura de un grupo social. Este (ethos) no excluye, desde luego, alguno que otro rasgo “degenerado-negativo”, como podría ser para el grupo forense, el deseo de reprimir a la competencia coagulando en normas deontológicas que serían seudonormas. Se trataría de un éthos de competencia insana, o sea, de un espíritu gremial agresivo y en contra de toda evidencia lógica.”

Finalmente, es importante aclarar que el mejoramiento ético del abogado no tiene como principal beneficiario al propio abogado; Es cierto que el profesional del derecho se elevará en la costumbre hecha virtud, pero esa renovación no se da por arbitrio o por capricho vanidoso y egocentrista, no, la auténtica receptora de ese ejercicio ético-jurídico sería la sociedad.

La reivindicación social del abogado no es una cuestión que deba de permanecer dentro del foro jurídico, pues el abogado es un profesional que debe hacer valer al Derecho y la Justicia. La sociedad está urgida de abogados éticos con un verdadero deseo de ayudar.

¿Tomar el camino de la ética es una decisión sencilla? Probablemente no, pero si algo sabemos por la experiencia, cuando menos de nuestro país, es que ninguna cosa que valga la pena puede llegar fácilmente. 

Seguramente una persona cuyo único fin sea hacer mucho dinero podrá hacerlo al paso de poco tiempo si roba, defrauda, engaña y se vende en los asuntos que las personas le encomiendan, en cambio, el trabajo honrado puede darle a los abogados algo mucho mejor que el dinero rápido y efímero; Longevidad, permanencia y dignidad. 

Un abogado que es ético en toda la amplitud de la palabra, puede mirar hacia el pasado y ver a los ojos a su yo de 18 o 19 años, que cuando entraba a la universidad para estudiar la licenciatura contestaba alegre y seguro a la pregunta de “por qué quería estudiar Derecho” con unas simples pero poderosas palabras: Porque quiero ayudar a la gente y no me gustan las injusticias.

La ética no es romance, ni es imposible, es más bien imperante para que los abogados no seamos un lastre, sino un factor de cambio y mejoramiento social.