EL PRIISTA QUE TODOS LLEVAMOS POR DENTRO.


Por Macario Schettino.

Se ha hecho costumbre hablar del “pequeño priista que todos llevamos dentro”, o en versión modernizada, de la existencia de un “chip priista” que provoca ciertos comportamientos en los mexicanos. A más de 15 años del fin del régimen de la Revolución, de la hegemonía del PRI, es una forma de reconocer la huella cultural que dejaron las seis décadas de corporativismo mexicano, desde la fundación en 1935 hasta el derrumbe en 1997.

Hay un debate pendiente sobre el siglo XX mexicano. No se ha querido discutir, seriamente, esa etapa de nuestra historia. Como le ocurre a eso que llamamos Colonia, que es sólo un brumoso paréntesis acotado por la Conquista y la Independencia, el siglo XX parece ser eso que ocurrió entre la Revolución (breve periodo definido a su vez por el 20 de noviembre y el 18 de marzo, así hayan sido 28 años y miles de muertos en medio) y el indefinible presente: democrático-neoliberal-violento-confuso.

En verdad no sabemos, no queremos saber, qué fue lo que ocurrió. Es como un páramo en el que sobresalen unas cuantas imágenes, casi espejismos: algo llamado industrialización, milagro económico o desarrollo estabilizador, tal vez algunas huelgas, el 68, la administración de la abundancia, y la abundancia de crisis. Eventos que aparecen desconectados unos de otros, que o tienen sentido por sí mismos o de plano no lo tienen. 

Y como no queremos discutir esos años, menos aún sabemos si el PRI, es decir, el régimen de la Revolución, es causa de lo que somos, o si somos lo que éramos antes del Institucional, que no es más que la concreción de nuestras utopías. 

La comparación con la Colonia no es arbitraria. Ese oscuro periodo de nuestra historia duró nada más dos siglos y medio, de la derrota azteca a las Reformas Borbónicas, de forma que si hay algo que determina la cultura nacional es precisamente ese periodo que no queremos ver. Y el régimen de la Revolución, que duró 60 años, no es sólo el segundo periodo estable más largo en nuestra historia, es también una recuperación de la Colonia en versión laica y revolucionaria.

Una sociedad orgánica, estructurada en corporaciones, subordinadas todas a un centro decisorio unipersonal, bajo una lógica patrimonialista y con un sentido trascendental. Eso era la Colonia, la extensión del medioevo español a Nueva España, y eso fue el régimen de la Revolución, brillante construcción cardenista cuyo único defecto es el anacronismo.

Brillante, porque al recuperar la esencia del régimen más longevo la probabilidad de éxito se incrementa notoriamente: es más fácil que la sociedad acepte como propio un régimen impuesto cuando éste guarda tanta cercanía con las tradiciones. Todas, por cierto, creadas durante la Colonia. Anacrónico, porque es un régimen profundamente contrario a la modernidad, que va a prolongar durante el siglo XX eso que Ramos llamó inferioridad y Uranga insuficiencia: “Ontológicamente, la inferioridad es el proyecto de ser salvado por los otros, de descargar en los demás la tarea de justificar nuestra existencia, de sacarnos de la zozobra, de dejar que los otros decidan por nosotros”.1

En su más reciente libro, Jorge Castañeda sostiene que los mexicanos tenemos cuatro rasgos que resultan negativos en el contexto actual: la incapacidad de trabajar en conjunto, la aversión al conflicto, el miedo al extranjero y el desprecio de la ley.2 Cuatro rasgos que ya eran anacrónicos en el siglo XX, pero que se perpetuaron por la forma del régimen de la Revolución, y que siguen hoy con nosotros.

Así pues, el carácter autoritario, corporativo y patrimonialista del viejo régimen no surgió de la nada: fue la recuperación de la estructura de poder más estable en nuestra historia: el monarca sexenal encargado de salvarnos, de justificar nuestra existencia y decidir por nosotros, siempre en el camino de ese paraíso terrenal por venir: la Revolución.

Ese “pequeño priista que todos llevamos dentro” no es otra cosa que un decrépito novohispano agazapado, aferrado a tradiciones seudoindígenas, a creencias absurdas y a costumbres premodernas, documentadas de forma extraordinaria en La Ley de Herodes, de Luis Estrada (1999). 

La forma en que el régimen de la Revolución logró legitimar a los triunfadores de la guerra civil y recuperar una estructura de poder anacrónica es uno de los logros culturales más espectaculares en la historia humana reciente. Sin embargo, es posible que 15 años después de su derrumbe estructural, estemos frente a su desaparición cultural. 

La mitad de la población en México es menor de 25 años, nacieron durante el derrumbe, y han sufrido un sistema educativo tan deplorable que muy probablemente ni siquiera ha cumplido ya con su objetivo básico de adoctrinamiento. Han vivido el proceso de explosión de clase media más importante en nuestra historia.3 

No lo sé de cierto, pero supongo que ese pequeño priista, ese novohispano agazapado, ya no habita entre ellos. Que así sea.

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1 Uranga, Emilio, “Ontología del mexicano”, en Bartra, Roger, Anatomía del mexicano, Plaza y Janés, México, 2002, p. 155. 
2 Castañeda, Jorge G., ¿Mañana o pasado? El misterio de los mexicanos, Mondadori, México, 2011. 
3 De la Calle, Luis y Luis Rubio, Clasemediero, CIDAC, México, 2010.