TONOS DE GRIS POPULISTA EN MÉXICO.


Por Massimo Modonesi.

En tiempos de crisis de la gobernabilidad liberal-democrática y de sus sistemas políticos y de partidos, el formato populista ha sido utilizado tanto para impulsar una salida reaccionaria por derecha -en el reciente caso de Trump pero también, en el pasado reciente, Berlusconi, Uribe, Fujimori, etc.- como por movimientos progresistas y nacional-populares en América Latina y Europa.

Sobre la naturaleza híbrida de estos últimos, tienden a bifurcarse las opiniones. Hay quienes, desde una perspectiva anticapitalista, sostienen que, aun con estas limitaciones, frente a la amenaza de una mayor derechización, el cesarismo progresivo o populismo de izquierda europeo y latinoamericano representan algo positivo, progresivo, un mal menor o un freno a una deriva peligrosa hacia una crisis civilizatoria. Otros consideran que, por el contrario, se trata de una variante nacional-popular del neoliberalismo –que substituye a la socialdemocracia en su función de oposición leal– con formas, contenidos, matices y orientaciones progresistas que ocultan su carácter de fondo, en el cual subyace un alto grado de manipulación así como la generación de expectativas, confusiones y frustraciones que impiden canalizar el descontento hacia una oposición radical que refleje cabalmente los intereses reales de las clases subalternas.

En México, esta polémica se da en torno a la caracterización del Movimiento Regeneración Nacional (Morena), formación política que abandera una perspectiva nacional-popular en un país neoliberalizado sumergido en una dramática crisis orgánica que incluye y combina crisis económica, descomposición social, violencia endémica, pillaje y corrupción generalizados. Al mismo tiempo, si bien cumple un papel de contención de la derechización más virulenta, Morena no deja de expresar en su seno la tendencia populista a la desizquierdización. La centralidad del liderazgo carismático, las formas de organización y el discurso que de allí se desprenden, así como el origen y conformación de los grupos dirigentes y el contenido del programa indican que Morena tiene rasgos más conservadores de los del PRD surgido en 1989 –que mantuvo aspectos izquierdistas por lo menos hasta 1997 y quizás hasta 2000, aun en medio de fuertes tendencias nacional–populares y socialdemócratas que, a la postre, se fueron imponiendo–. Algunos aspectos plebeyos de Morena le otorgan un anclaje social, una disposición a actuar en sentido distinto de la partidocracia –como ocurre con muchos militantes y dirigentes honestos– y se traducen en propuestas programáticas de corte redistributivo y nacionalista. Al mismo tiempo, como se constató en su II Congreso Nacional Extraordinario, las dinámicas internas están centradas en la iniciativa y la elaboración política de su líder, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Los 50 lineamientos programáticos que presentó tienen como eje fundamental el combate a la corrupción e incluyen pocas y limitadas reformas sociales y económicas -la más significativa un plan de inserción escolar y laboral de los jóvenes mexicanos. En este texto programático se reduce democracia a honestidad y autoritarismo a corrupción, no se contempla una reforma fiscal progresiva, no se cuestiona la concentración de la riqueza y menos aún de la propiedad de los medios de producción, no se proyectan nacionalizaciones ni siquiera en algunos lugares estratégicos y tampoco se incluye una clara postura frente a la penetración de capitales extranjeros, mientras se considera crear zonas francas en la frontera norte. Al margen de las polémicas preelectorales que surgirán al respecto de estos y otros puntos, es sintomático de la derechización generalizada en curso que el horizonte programático de Morena para las elecciones de 2018 sea menos progresista que el de las de 2006 y de 2012, aunque dentro de las mismas coordenadas ideológicas donde el pueblo es el protagonista del cambio y la nación y los pobres, los beneficiados de las reformas. Contenidos pero sobre todo formas, cosmovisión y lenguaje que remiten a una configuración populista ajena a la influencia del izquierdismo socialista, comunista, marxista y clasista. En el principal partido de oposición en México, colocado a la izquierda del espectro partidario electoral, no aparece rastro de la perspectiva ideológica, de politización, de formación y educación política de origen socialista y se instala de forma definitiva y absoluta otra, heredada del nacionalismo revolucionario.

Al mismo tiempo, hay que distinguir entre populismos de diverso color y orientación y reconocer la combinación de rasgos progresivos y regresivos que caracteriza cada uno de ellos. En el México dramático de nuestros días, las coyunturas –como la electoral que se avecina– requieren ser atendidas como tales, sin obviar los escenarios de fondo, de mediano-largo plazo. Entre socialismo y barbarie habrá que zambullirnos en una política hecha de distintos tonos de gris. De cara a las elecciones de 2018 se configura el debate –que auguramos fraterno– entre quienes optarán, como ha ocurrido en 2006 y 2012, por otorgar un voto útil a AMLO –si tiene oportunidad de ganar– y otros que –como legítima forma de protesta– decidirán anular el voto o votar por la candidata indígena impulsada por el Congreso Nacional Indígena y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional o algún otro candidato independiente. En los meses que faltan mediará no sólo la polémica, sino la posibilidad real de una crisis política y la dinámica propia de la lucha de clases que, en las citas electorales sexenales, no deja de manifestarse con intensidades sorprendentes.

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Fuente: Desinformemonos.