La era de la frivolidad: el espectáculo de la insensibilidad



Julio Gálvez 

Vivimos en una sociedad donde la imagen ha sustituido a la realidad, donde lo que se muestra en una pantalla tiene más peso que los hechos, y donde la violencia ha perdido su impacto porque es parte del consumo diario de entretenimiento. Mario Vargas Llosa advirtió en La civilización del espectáculo que la cultura ha sido desplazada por el espectáculo, donde lo único que importa es divertir y llamar la atención, sin importar las consecuencias. Hoy, esa advertencia es una realidad innegable, amplificada por las redes sociales y una generación que parece haber perdido la capacidad de sentir empatía.

Las redes sociales han transformado la manera en que interactuamos con la información y con los demás. No se trata ya de comunicarnos, sino de competir por la atención, de generar impacto, de viralizar momentos sin importar el contenido. No sorprende que los homicidios y tragedias humanas sean compartidos como si fueran parte de un show macabro. Se han convertido en simples tendencias, en clips con filtros y efectos para aumentar las visualizaciones. Vargas Llosa describía esta transformación como la degradación de la cultura, en la que todo se ha convertido en un espectáculo vacío: “En la civilización del espectáculo, el cómico es el rey, porque su función es divertir, no hacer pensar”.

Y es precisamente eso lo que define nuestra época. Pensar es incómodo, aburrido, innecesario. Es más fácil deslizar el dedo en la pantalla y consumir contenido que no exija reflexión. Mientras tanto, la violencia real se banaliza; vemos asesinatos y agresiones con la misma indiferencia con la que pasamos de un video de baile a un meme. Lo trágico se vuelve entretenimiento, lo humano se deshumaniza.

Los homicidios y actos de violencia que antes conmocionaban a la sociedad, ahora apenas generan reacciones pasajeras. Un video de una pelea callejera se comparte con risas y emojis, sin que nadie se detenga a pensar en las vidas destruidas detrás de la pantalla. Vargas Llosa advertía que en una sociedad donde la cultura es solo un medio de distracción, la ética y la moral se debilitan: “No es que el arte, la literatura y la cultura en general hayan desaparecido, sino que han sido trivializados y reducidos a un consumo ligero, sin compromiso ni profundidad”.

El problema no es solo que las redes sociales difundan esta insensibilidad, sino que las nuevas generaciones están siendo formadas en este vacío emocional. Las plataformas premian la superficialidad: un video corto y llamativo tiene más valor que una argumentación bien construida. Los líderes políticos ya no necesitan propuestas sólidas, solo eslóganes efectivos y escándalos bien manejados. La apariencia supera a la esencia.

Las consecuencias de esta frivolidad son peligrosas. La empatía, el sentido de justicia, la capacidad de indignación y el deseo de cambiar el mundo están desapareciendo en una sociedad donde lo único importante es la inmediatez. La cultura del espectáculo genera una ciudadanía pasiva, que no se cuestiona nada porque está demasiado entretenida en lo superficial. Y así, mientras los algoritmos nos mantienen distraídos, el mundo real sigue su curso, con problemas que nadie parece dispuesto a enfrentar.

Pero no todo está perdido. La resistencia a esta civilización del espectáculo empieza en lo individual: en recuperar la capacidad de pensar, de analizar, de cuestionar. En elegir la profundidad sobre la apariencia, en rechazar la trivialización del sufrimiento humano. Si no lo hacemos, terminaremos siendo meros espectadores de un mundo que se desmorona mientras seguimos deslizando la pantalla en busca del próximo entretenimiento fugaz.