
María Gil
Pocas veces en la historia contemporánea de México se había visto una operación de propaganda tan sistemática, eficaz y cínica como la que actualmente despliega el gobierno federal en torno al caso del Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco. Lo que comenzó con el hallazgo de restos humanos, crematorios clandestinos, montones de zapatos y ropa —todo documentado por madres buscadoras—, ha terminado siendo negado o minimizado por las más altas autoridades del país. Se impone, como en los tiempos más oscuros del PRI, una “verdad histórica” dictada desde el poder, que niega incluso lo que la evidencia grita a los ojos.
El mensaje oficial es tan insultante como contradictorio: el rancho no era un campo de exterminio, aunque ahí se exterminaba. Así lo reconoció el secretario de Seguridad Pública, Omar García Harfuch, quien, con una claridad que contradice la narrativa presidencial, declaró que en el sitio se reclutaba, torturaba y asesinaba a personas. Esa sola afirmación bastaría para encender las alarmas de cualquier Estado democrático, pero aquí sirve de antesala para la negación. El gobierno admite lo que ocurrió, pero niega que haya ocurrido.
García Harfuch, por cierto, es un funcionario que incomoda al presidente. AMLO lo bloqueó para la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México y sólo permitió su nombramiento como secretario de Seguridad en el gabinete de Sheinbaum. Cualquier asomo de autonomía o eficacia lo percibe como una amenaza a su control absoluto.
Muy diferente ha sido el trato para Alejandro Gertz Manero, fiscal general y pieza clave del régimen. A él se le confió la tarea de borrar el horror. Eliminó fosas, ocultó crematorios, dispersó las prendas y los objetos que daban cuenta de los crímenes cometidos en Teuchitlán. Un Auschwitz tapatío silenciado por el poder. Y cuando no bastó con la omisión institucional, se activó la jauría digital: los “gritones de valla de gallos”, como bien se ha bautizado a los youtuberos oficialistas, fueron a negar lo innegable. Uno de ellos, desde Canal Once, incluso se atrevió a justificar las desapariciones: “Muchas de las personas desaparecidas, efectivamente querían desaparecer”.
Ese nivel de banalidad del mal sólo puede sostenerse cuando el poder ha extraviado por completo el sentido de humanidad. Lo más grave, sin embargo, no es la propaganda ni el encubrimiento, sino el desprecio. El desprecio a las madres buscadoras que descubrieron el horror, que hurgaron con sus manos los restos calcinados de la verdad. Fueron ellas quienes documentaron, registraron, levantaron pruebas. Y han sido borradas, desacreditadas, minimizadas por una presidenta que prometió llegar para todas.
Claudia Sheinbaum, la primera mujer en encabezar el Ejecutivo federal, tenía en este caso una oportunidad única para honrar su palabra: acercarse al rancho con las madres, acompañarlas, escucharlas, hacer suyo su dolor. Lo que hizo fue lo contrario. Las llamó “carroñeras”. Con una frase, rompió su compromiso con todas las mujeres mexicanas y mostró que no basta ser madre ni mujer para ser empática.
En su afán por agradar a su antecesor, Sheinbaum ha optado por imitar su tono, su lenguaje, sus fobias. Pero gobernar no es imitar. Gobernar es decidir, corregir, encarar. Si la presidenta no es capaz de romper con la negación sistemática de la realidad que impone López Obrador, jamás podrá construir su propio legado. Podrá aspirar a ser la Dama de Hierro, pero sólo será recordada como la mujer que prefirió el silencio cómplice al deber moral de la justicia.
Y mientras tanto, en Teuchitlán, la tierra sigue ocultando la verdad. Pero las madres la siguen buscando. Aunque el Estado les dé la espalda.