De la denuncia al cálculo: Simey Olvera y el uso estratégico de la violencia política de género



El 12 de diciembre de 2022 se emitió una sentencia histórica en Hidalgo: por primera vez, un hombre fue sancionado por violencia política de género. El agresor, Iram Magdiel Tavera del Castillo, publicó múltiples mensajes misóginos en redes sociales contra la entonces candidata Simey Olvera Bautista. Esta agresión ocurrió en un contexto de competencia política directa, ya que ambos buscaban posicionarse en el proceso electoral de 2021 en Hidalgo, donde Tavera participaba como candidato independiente a la presidencia municipal de Mixquiahuala y Olvera como candidata a diputada federal. Su violencia fue una forma de desacreditarla públicamente a través de ataques basados en estereotipos de género y desprestigio personal, más allá de cualquier debate político legítimo. El fallo marcó un precedente necesario en la defensa del derecho de las mujeres a participar en la vida pública sin violencia. Pero esa victoria legal deja también al descubierto la asimetría del sistema: mientras ella encontró justicia, miles de mujeres víctimas de violencia sexual, feminicidio o abuso infantil no obtienen ni siquiera atención institucional.

Aclaramos desde aquí: ninguna mujer debe ser violentada, ningún comentario misógino puede justificarse, y cada sentencia que reconoce la violencia de género es una conquista. Pero también es legítimo preguntarse: ¿por qué la justicia funciona para Simey y no para Jaqueline Trejo Leal, madre de las niñas abusadas en Zimapán por una red de agresores entre los que se incluye a un empresario y una diputada de Morena? ¿Por qué se protege a quien tiene fuero, pantalla y partido, mientras se deja en el abandono a quienes sufren violencias irreparables en silencio?

Simey Olvera, hoy senadora, tres veces diputada y recientemente vitoreada como "¡gobernadora!" por un empresario afín a Morena, ha tenido todas las plataformas para abanderar causas feministas reales. Pero ha guardado silencio frente a los abusos sexuales contra menores, la impunidad de agresores con poder y los casos más lacerantes de su propio estado. Ni una sola declaración pública. Ni una marcha. Ni una reunión con víctimas. Su feminismo se activa cuando el agravio es contra ella, pero se diluye cuando el dolor es ajeno y políticamente incómodo.

Lo más indignante es que ese destape no ocurrió en un espacio político legítimo ni como resultado de un ejercicio democrático, sino en medio de una fiesta privada llena de alcohol, élites políticas y empresarios millonarios. José Luis Salinas Gutiérrez, un empresario rodeado de poder e influencia —vinculado con personajes de todos los partidos y señalado por su cercanía con figuras de la iglesia La Luz del Mundo, una organización acusada internacionalmente de encubrir abusos sexuales contra infancias— fue quien la proclamó como futura gobernadora. ¿Ese es el nuevo feminismo institucional? ¿Un liderazgo que se construye desde las copas, el amiguismo y las palmadas entre poderosos? Mientras cientos de mujeres claman justicia en las calles, Simey Olvera canta en reuniones privadas, rodeada de compadres y negociaciones políticas.

Este evento es simbólicamente significativo. Que una mujer en el poder acepte su promoción política en una atmósfera de privilegio masculino, entre discursos cargados de poder económico y vínculos con instituciones religiosas señaladas por crímenes contra niñas y niños, revela hasta qué punto algunas figuras utilizan el discurso feminista para protegerse, pero jamás para proteger a otras. ¿Dónde está la sororidad cuando la voz se guarda frente al dolor de otras mujeres? ¿Qué sentido tiene la lucha si no es colectiva, si no es incómoda, si no exige consecuencias para los agresores, vengan de donde vengan?

En un país donde cada día son asesinadas en promedio 10 mujeres y donde las infancias son abusadas sistemáticamente en comunidades pobres, el feminismo institucional no puede seguir premiando el privilegio con aplausos cómplices. Simey Olveraes hoy la cara de una justicia que sí responde, pero sólo cuando conviene. El resto de las mujeres seguimos gritando, buscando cuerpos, escribiendo columnas, marchando solas y enterrando hijas sin sentencia.

Mientras tanto, desde los pasillos del poder, todavía hay políticos y jueces —sí, de ambos géneros— que repiten con cinismo que “a una mujer no se le agrede por ser mujer”, que la política debe ser “de capacidades” y no de género, como si las brechas salariales, los techos de cristal y la violencia feminicida no existieran. Son los mismos que niegan el derecho a la paridad porque creen que ya hemos ganado suficiente, y con esa lógica patriarcal justifican la exclusión, la burla y la muerte. Lo más grave: esa narrativa no sólo la sostienen los hombres, sino también mujeres que han llegado al poder gracias a esas cuotas de género y que ahora callan o desprecian la lucha feminista desde dentro.

El precedente que ella representa no se discute. Pero mientras su victoria sea usada como vitrina para su posible candidatura y no como plataforma para defender a quienes no tienen voz, su historia no será una victoria feminista, sino una postal del cinismo institucional. La historia nos exige valentía, no simulación; acompañamiento, no espectáculo; verdad, no marketing político.

Porque la verdadera justicia no es la que te da poder, sino la que reparte dignidad. Y en esa Simey, tú has estado ausente. Nosotras no.

El episodio en el que Simey Olvera tomó el micrófono para cantar canciones en medio de una fiesta privada, donde fue públicamente promovida como candidata, no es un detalle irrelevante. Lejos de ser una anécdota, esa escena revela con crudeza el contraste entre el dolor de las víctimas silenciadas y la euforia de quienes negocian candidaturas entre copas, poder e impunidad. No es sólo un hecho trivial: es la imagen de una élite política que celebra y se celebra, mientras otras mujeres enfrentan el abandono institucional y la revictimización.

En este contexto, la imagen de Olvera cantando frente a empresarios, políticos y aliados, en un espacio privado y privilegiado, cobra un valor simbólico devastador. Mientras unas claman justicia desde el silencio, otras afinan la voz como parte de un espectáculo político que convierte el poder en escenografía y la fiesta en vitrina electoral.

Así, cantar en ese contexto no es un gesto inocente: es una metáfora crítica del espectáculo con el que se legitiman ciertos liderazgos mientras otras mujeres siguen siendo ignoradas por el Estado que dice protegerlas.

Y es que no se puede olvidar que Simey Olvera utilizó la bandera del feminismo para frenar políticamente a un contrincante en plena contienda electoral, cuando denunció —con razón— la violencia política de género ejercida en su contra. Pero esa misma fuerza y ese mismo discurso jamás los ha puesto al servicio de otras mujeres violentadas, de las niñas abusadas en Zimapán, o de las madres que exigen justicia. El feminismo, en su caso, no ha sido una causa sino una herramienta: útil cuando se trata de su beneficio personal, invisible cuando se trata de defender a las demás. Y eso no es sororidad, es cálculo.