Democracia simulada: El Poder Judicial al servicio del partido político



#Opinión | Julio Gálvez 

13/06/2025

La reciente decisión de la Corte en Estados Unidos, que declaró ilegal la presencia de la Guardia Nacional en California, ha generado un debate profundo sobre la vigencia real del sistema de pesos y contrapesos en los sistemas democráticos. Este fallo, producto de una estricta separación de poderes y un Poder Judicial autónomo, contrasta radicalmente con el panorama actual en México, donde la politización de la justicia ha erosionado la confianza ciudadana en las instituciones.

En la doctrina constitucional contemporánea, autores como Bruce Ackerman (“We the People”) y Mark Tushnet (“Taking the Constitution Away from the Courts”) han señalado la importancia de un Poder Judicial fuerte e independiente para el funcionamiento del Estado de Derecho. Ackerman advierte que la legitimidad democrática depende no sólo de la elección de representantes, sino de la existencia de controles constitucionales efectivos que limiten el ejercicio del poder. Tushnet, por su parte, cuestiona las falsas democracias judiciales donde la participación popular se reduce a la simulación, mientras el verdadero poder de nominación y designación queda en manos del Ejecutivo o de partidos dominantes.

La decisión estadounidense es un recordatorio de cómo una Corte autónoma puede frenar excesos del poder, incluso cuando se trata de decisiones tomadas por el propio gobierno federal. En el caso concreto de California, la Corte dejó claro que la militarización interna debe estar sujeta a límites constitucionales, y que ni el Ejecutivo ni el Legislativo pueden pasar por encima del marco jurídico, por más “necesario” que parezca.

En México, la narrativa oficial sostiene que la reforma judicial y la “elección democrática” de ministros, magistrados y jueces es un avance democrático. Sin embargo, en la práctica, el proceso de selección ha sido cuidadosamente controlado por el partido en el poder, Morena. Los perfiles que llegan a la etapa final de la llamada “tómbola” han sido previamente depurados, garantizando que la mayoría sean afines, leales o dependientes del grupo dominante. El “voto popular” se convierte, así, en una fachada de legitimidad para una captura institucional desde dentro.

La teoría constitucional enseña que la politización judicial es uno de los mayores riesgos para la justicia y los derechos ciudadanos. Como señala el constitucionalista Roberto Gargarella, “cuando la justicia responde más a las necesidades del gobierno que a los principios constitucionales, el Estado de Derecho está en crisis”. Lo que antes criticábamos en el viejo régimen priista —un Poder Judicial manipulado, corrompido y sometido a intereses políticos— hoy se repite, aunque ahora bajo los ropajes de la democracia.

Un ejemplo concreto ilustra el impacto de este fenómeno: supongamos que un ciudadano común enfrenta un litigio contra un político poderoso, protegido por la maquinaria del partido en el gobierno. En un sistema judicial verdaderamente independiente, el ciudadano tendría, al menos en teoría, posibilidades de obtener justicia. Pero en el México actual, donde los juzgadores han sido seleccionados y legitimados por el partido dominante, las probabilidades reales de éxito para el ciudadano se reducen prácticamente a cero. La justicia deja de ser un derecho y se convierte en un privilegio reservado para quienes ostentan el poder.

La lección estadounidense es clara: la independencia judicial y la separación de poderes no son lujos teóricos, sino garantías mínimas para que el Estado no se convierta en un aparato de simulación democrática. En México, mientras no se recupere un verdadero equilibrio institucional, la elección popular de jueces será apenas la última máscara de un viejo vicio: la politización de la justicia, solo que ahora, maquillada de legitimidad democrática.