
Julio Gálvez
6 de julio de 2025
En Hidalgo, como en gran parte del país, el periodismo se enfrenta a una de sus encrucijadas más profundas: ser un altavoz del poder o convertirse en un contrapeso real ante el dominio gubernamental y partidista del espacio público. La inminente llegada de un nuevo titular de comunicación gubernamental en el gobierno de Julio Menchaca representa, en teoría, una nueva oportunidad para romper con el sistema de pagos, favores y sumisión que ha caracterizado la relación entre el poder político y la prensa en la entidad. Sin embargo, la pregunta de fondo persiste: ¿Será esto un verdadero cambio, o simplemente más gatopardismo, donde “todo cambia para que todo siga igual”?
Desde hace décadas, los recursos públicos han financiado a un grueso de medios locales que, cual camaleones, han sabido adaptarse a cada sexenio, sin importar la bandera. Prueba de ello es que los mismos periódicos y portales que antaño alababan al PRI y sus gobernadores hoy lo hacen con Morena, manteniendo la lógica de “informar” según la chequera gubernamental.
Ejemplos sobran, este medio se ha encargado de documentar y exhibir el pago gubernamental a diversos medios de comunicación en Hidalgo con el fin de evidenciar la problemática. Los datos de pagos exhibidos lo confirman: millones de pesos entregados a estos consorcios para garantizar la reproducción acrítica del discurso oficial, a cambio de ignorar la corrupción, las irregularidades y el disenso. Así, la oficina de comunicación gubernamental del gobierno de Hidalgo se ha convertido en una agencia de propaganda, decidiendo quién “es” o “no es” periodista según convenga, imponiendo una sola narrativa —la gubernamental— en detrimento de la pluralidad informativa, discriminando a los demás del acceso a la información.
Tal y como advertía el tristemente célebre Joseph Goebbels, “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”; bajo esa lógica, la estructura mediática oficialista en Hidalgo repite una y otra vez el mensaje que el poder desea instalar en la mente de los ciudadanos.
El fenómeno del “gatopardismo”, descrito por Giuseppe Tomasi di Lampedusa, no podría encontrar mejor ejemplo que en la transición del PRI a Morena en Hidalgo. La alternancia política ha sido, en realidad, una simulación: los actores cambian de camiseta pero mantienen intactos los pactos de poder y los mecanismos de control sobre la prensa.
Se asiste, así, a una nueva edición del “capitalismo de amigos”, donde empresarios y políticos se reparten contratos de comunicación social como botín de guerra, mientras los medios independientes son vetados, marginados y perseguidos. La estrategia es sencilla: mantener a raya a los medios críticos, negarles acceso a la publicidad institucional y, en el mejor de los casos, tolerar su existencia sin otorgarles visibilidad ni recursos. Así se perpetúa una “opinión pública” dócil, donde la ciudadanía consume una sola versión de los hechos —la oficial—, mientras las voces disidentes son silenciadas por falta de recursos o por la simple exclusión de la conversación pública.
Frente a este panorama, la existencia de medios ciudadanos e independientes cobra una relevancia fundamental. Siguiendo a pensadores como Jürgen Habermas y Giovanni Sartori, la democracia real se funda en una opinión pública libre, formada a partir de debates abiertos donde confluyen todas las voces, incluso las incómodas y las críticas. La libertad de expresión, consagrada como uno de los primeros derechos humanos, no es solo un atributo individual: es la base misma de una sociedad plural y democrática. En sociedades autoritarias o semidemocráticas como la que padecen muchos estados de México, la manipulación informativa es la herramienta más eficaz para mantener el statu quo. Sin discusión pública libre, sin la posibilidad de acceder a distintas fuentes y versiones, la ciudadanía se convierte en rehén de una sola “verdad”, fabricada y financiada por el gobierno. La opinión pública, como señala Habermas, pierde su sentido si no es diversa, si no está nutrida por medios auténticamente independientes, ajenos a la nómina gubernamental.
La opacidad con la que se manejan los contratos de publicidad oficial y la negativa a etiquetar las notas pagadas son otras de las caras del control gubernamental. ¿No sería más honesto —y democrático— que cada contenido financiado con dinero público incluyera una leyenda: “Esta nota fue pagada con sus impuestos”? Solo así la ciudadanía podría distinguir entre información y propaganda, entre periodismo y publicidad encubierta. El reto para el gobernador Menchaca y para la nueva coordinación de comunicación social es enorme. ¿Optarán por repetir los viejos vicios del PRI —ahora disfrazados de “transformación”— o apostarán de verdad por una agencia estatal de medios públicos, transparente y plural, que fortalezca la democracia y la rendición de cuentas? ¿Se atreverán a dejar de pagarle a los medios que históricamente sirvieron a las élites y abrirán la puerta a los medios ciudadanos, críticos e independientes?
La entrega de “chayote” —el eufemismo mexicano para designar el soborno o el pago a periodistas y medios a cambio de cobertura favorable— sigue siendo el lubricante del sistema político local. Los millones gastados en propaganda, lejos de beneficiar a la sociedad, son recursos que podrían destinarse a reparar calles, abastecer hospitales, mejorar la infraestructura básica. En cambio, son usados para alimentar la maquinaria de control y manipulación de la opinión pública, permitiendo a los políticos aspiracionistas perpetuarse y fortalecer su influencia. Este modelo de “capitalismo de cuates” —donde unos cuantos empresarios y políticos se enriquecen a costa del erario— es el verdadero enemigo de la democracia en Hidalgo. La libertad de expresión, lejos de ser un derecho universal, se ha convertido en una mercancía para quien pueda pagarla. El caso de los contratos de publicidad oficial exhibidos en este y otros medios es apenas la punta del iceberg de una estructura que favorece el conformismo, el silencio y la autocensura.
El gobernador Menchaca tiene aún la oportunidad de cambiar el rumbo y demostrar que la llamada “transformación” no es solo una sustitución de nombres y colores, sino una verdadera reforma de fondo en la relación entre el poder, la prensa y la ciudadanía. Transformar la oficina de comunicación social en una auténtica agencia de medios públicos, transparente, plural y abierta a todos, sería un primer paso decisivo. Reconocer el valor de los medios independientes, transparentar el gasto en comunicación y etiquetar claramente la propaganda oficial son acciones mínimas para comenzar a saldar la deuda con la democracia y la ciudadanía. Hidalgo merece una prensa que cuestione, que investigue, que destape, no solo que aplauda. El futuro de la democracia en el estado dependerá de que la sociedad sea capaz de distinguir entre la verdad, la mentira repetida mil veces y el periodismo vendido al mejor postor. Solo así, la opinión pública podrá ser —como lo soñó Habermas— ese espacio de libertad y debate donde la democracia se hace posible.
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Posdata: Si el gobierno, desde su comunicación social, no refleja un cambio y muestra más de lo mismo, con los mismos medios y periodistas, entonces, ¿qué es lo que va a percibir el pueblo?