
03/07/25
No es una coincidencia. Esta semana, dos tormentas tropicales, Barry en el Atlántico y Flossie en el Pacífico, avanzan al mismo tiempo sobre las costas mexicanas. Mientras una amenaza con convertirse en huracán y tocar tierra en el Golfo, la otra se intensifica frente a las costas de Oaxaca y Guerrero. La naturaleza parece hablar con fuerza, casi como si gritara: ¡Ya basta!.
Lo que ocurre no es simplemente un fenómeno meteorológico más. Es parte de una cadena de eventos extremos que, lejos de ser aislados, se repiten cada vez con mayor frecuencia e intensidad. Según datos de la Organización Meteorológica Mundial, los desastres relacionados con el clima se han quintuplicado en los últimos 50 años. En México, la Comisión Nacional del Agua ha documentado que desde 2020 las lluvias torrenciales han aumentado un 30% en algunas regiones del país, afectando cultivos, infraestructura y, sobre todo, vidas humanas.
Lo alarmante no es solo la presencia de estas tormentas, sino nuestra normalización del desastre. Las noticias del clima se presentan como si fueran parte del paisaje cotidiano, cuando en realidad son síntomas de un desequilibrio profundo. No estamos hablando solo de “el tiempo”; estamos hablando del clima como reflejo de un sistema alterado: el planeta.
El problema es estructural y humano. A lo largo de décadas, la expansión urbana desordenada, la deforestación y los modelos de consumo insostenible han deteriorado nuestros ecosistemas. Muchas de nuestras ciudades siguen creciendo sin una planeación ecológica sólida, lo que aumenta su vulnerabilidad ante fenómenos como estos. La contaminación del aire, la sobreexplotación de recursos y el abandono de prácticas agrícolas sostenibles han dejado una huella profunda. Y no podemos ignorarla más.
Las tormentas no son castigo divino ni capricho de la Tierra. Son consecuencias físicas de un planeta alterado por nuestras decisiones. Cada grado que sube la temperatura global intensifica la energía de los océanos, lo que da fuerza a estos ciclones. Y sin embargo, seguimos actuando como si nada.
La pregunta no es si va a haber más tormentas. La pregunta es: ¿qué vamos a hacer como sociedad ante esta advertencia?
La respuesta no puede ser pasiva. Debemos fortalecer las políticas ambientales, invertir más en resiliencia climática, reforestación masiva y ordenamiento territorial sostenible. Pero también se requiere una conciencia personal: consumir menos, separar nuestros residuos, apoyar productos locales y respetuosos del medio ambiente.
Este es el momento de actuar. Las tormentas que azotan nuestras costas no son el fin, pero sí una señal. Nos advierten que estamos en la cuerda floja, y que el tiempo para reaccionar se acaba.
No esperemos a que sea un huracán categoría 5 el que derrumbe nuestra indiferencia. Reflexionemos, informémonos y exijamos. Porque si la Tierra habla, lo menos que podemos hacer… es escuchar.