
Alonso Quijano
15 de julio de 2025
Ovidio Guzmán López, alias “El Ratón”, ya no se encuentra en la cárcel de Chicago donde hasta este lunes estaba detenido. El hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán fue trasladado a una ubicación secreta bajo resguardo de las autoridades federales de Estados Unidos, en lo que ya se perfila como un giro estratégico en la lucha contra el narcotráfico… pero no solo contra los narcos, sino también contra los políticos que los protegen.
El pasado viernes, Ovidio se declaró culpable ante la Corte del Distrito Norte de Illinois por múltiples delitos, entre ellos tráfico de drogas, lavado de dinero y posesión de armas de fuego. A cambio, consiguió lo que en el lenguaje judicial estadounidense se conoce como un “acuerdo de cooperación”. Es decir, aceptó proporcionar información sustancial a las autoridades estadounidenses, una que podría incluir testimonios contra otros capos del crimen organizado —incluidos sus propios familiares— pero también contra una clase política mexicana que, por años, ha operado como cómplice silenciosa del narcotráfico.
Según confirmó el propio Departamento de Justicia de Estados Unidos, la cooperación de Ovidio se considera de “alto valor” debido a su cercanía con el grupo criminal de “Los Chapitos” y su conocimiento profundo de la red de corrupción que permitió a este cártel operar con impunidad durante años tanto en México como en Estados Unidos.
Este acuerdo no es menor: implica que Ovidio podría revelar identidades de funcionarios, operadores financieros, mandos policiacos y gobernadores que —según investigaciones periodísticas y filtraciones judiciales— han facilitado el tráfico de fentanilo, cocaína y metanfetaminas. También está en juego la exposición de cuentas bancarias, transferencias ilegales y rutas de lavado de dinero que, en su mayoría, se enmascaran en estructuras políticas y empresariales.
Este escenario coincide con una declaración reciente de la fiscal general Pam Bondi, quien advirtió que “no descansaremos hasta que estas organizaciones terroristas [los cárteles de la droga] sean eliminadas, sus miembros procesados y los funcionarios corruptos que los protegieron expuestos o deportados”.
La amenaza no es sólo simbólica: el gobierno de Estados Unidos ha comenzado a ejercer presiones diplomáticas y legales contra políticos mexicanos presuntamente vinculados al narcotráfico. Y con Ovidio como nuevo colaborador estrella del Departamento de Justicia, el cerco se empieza a cerrar sobre los narcopolíticos.
En este contexto, la estrategia norteamericana ha dado un salto cualitativo: ya no basta con perseguir capos; ahora, el verdadero objetivo son los vínculos entre el crimen organizado y el poder político. En este nuevo escenario, la narrativa oficial mexicana —que durante años minimizó la existencia de una narcopolítica sistemática— se tambalea.
El caso Cienfuegos fue el primer aviso: Estados Unidos exigió su extradición, México lo dejó libre. En respuesta, Washington dejó de compartir información sensible con el gobierno de López Obrador. Y ahora, con Claudia Sheinbaum como presidenta, los norteamericanos han decidido seguir su ruta sin consultar a Palacio Nacional, como ocurrió con el acuerdo directo entre Ovidio y la fiscalía estadounidense, del cual el gobierno mexicano ni siquiera fue informado.
El mensaje es claro: si México no quiere o no puede enfrentar la corrupción dentro de su clase política, Estados Unidos lo hará por su cuenta.