
Alonso Quijano
15 de septiembre de 2025
El sexenio de Claudia Sheinbaum quedará marcado por un legado que trasciende la propaganda de la “transformación”: 9.1 billones de pesos adicionales de deuda que se sumarán a la mochila de las futuras generaciones. Con ello, la deuda pública de México escalará a 28.2 billones de pesos en 2030, de acuerdo con las proyecciones de la propia Secretaría de Hacienda.
El dato no es menor. A finales del año pasado, el saldo era de 19.1 billones; el salto previsto equivale a multiplicar por varias veces los presupuestos anuales de salud y educación juntos. En otras palabras, mientras se presume austeridad en la narrativa, la realidad es que el gobierno gasta mucho más de lo que recauda, y la “solución” ha sido simple: endeudarse.
La proporción frente al tamaño de la economía revela otra verdad incómoda: la deuda alcanzará el 57.4% del PIB, el nivel más alto desde 1988. Esto significa que por cada peso que produce México, más de la mitad está comprometido en obligaciones financieras. La imagen de un país libre de ataduras internacionales se desmorona frente a los números duros.
El gobierno federal podrá insistir en que la corrupción se terminó y que la deuda se justifica en nombre del desarrollo, pero la ecuación no cierra: más deuda implica mayores pagos de intereses, menos recursos disponibles y, en última instancia, sacrificios sociales que se sienten en los bolsillos. No hay milagro económico que lo oculte.
El riesgo mayor es la inercia. Si se sigue postergando la discusión de fondo —cómo recaudar lo suficiente para sostener al Estado sin cargar el futuro de pasivos—, lo que se hereda no es una “transformación”, sino un callejón sin salida. Y cuando llegue el ajuste inevitable, no serán los gobernantes de hoy quienes paguen la factura, sino las generaciones que crecerán con menos oportunidades y más compromisos financieros que nunca.