Revocación de mandato, una simulación para legitimar al gobernante en turno



8 de noviembre de 2025

Desde su origen, la llamada “revocación de mandato” ha sido una trampa semántica. Se nos vendió como un instrumento de democracia directa, un mecanismo para que el pueblo pudiera retirar del poder a un gobernante que perdió su legitimidad. En la práctica, sin embargo, se ha convertido en su opuesto: un ritual de confirmación, una ceremonia política para que los poderosos recuperen su popularidad a mitad del sexenio, después de haber tomado decisiones impopulares y vuelvan a vestirse de “representantes del pueblo”.

En México, desde que se aprobó esta figura, advertí que era una simulación. Una estrategia del poder para legitimarse cuando los aplausos comienzan a apagarse. Por eso, cuando se propuso replicarla en Hidalgo, no la apoyé. No porque temiera la opinión ciudadana, sino porque entendí que detrás del discurso participativo se escondía un mecanismo de control. El poder jamás se sometería realmente al juicio popular, porque tiene el monopolio de las instituciones que organizan, fiscalizan y narran el resultado de ese proceso.

Hoy la historia se repite. Morena impulsa una reforma constitucional para adelantar y empatar la revocación de mandato de Claudia Sheinbaum con las elecciones de 2027, de modo que la presidenta aparezca en la boleta el mismo día en que se eligen diputados federales y locales. Oficialmente se argumenta “ahorro de recursos” y “mayor participación ciudadana”. En realidad, se busca blindar políticamente a la mandataria y convertir la consulta en una ratificación nacional.

El poder, cuando teme perder legitimidad, recurre al pueblo no para escucharlo, sino para usar su voz como eco. La revocación de mandato —concebida como un control ciudadano— termina siendo una herramienta del poder para medirse, manipular emociones y reconstruir un capital político que ya no encuentra en los hechos. En lugar de cuestionar, reafirma; en lugar de limitar, fortalece.

La experiencia del anterior proceso fue el ejemplo más claro, este no nació de una exigencia social genuina, sino de un cálculo político. El aparato gubernamental impulsó la consulta, controló su logística y definió su narrativa. Los mismos que debían ser evaluados diseñaron su examen y corrigieron sus propias respuestas.

El teórico Giovanni Sartori advertía que los mecanismos de democracia directa, cuando se usan desde el poder, dejan de ser democráticos. Se transforman en plebiscitos de adhesión, donde el ciudadano no elige, sino confirma. Y eso es exactamente lo que representa hoy esta nueva propuesta: una ratificación anticipada disfrazada de ejercicio ciudadano.

Resulta ingenuo creer que un gobierno con control de los tres poderes, de las instituciones electorales y de la maquinaria mediática permitirá su propia revocación. Es tan absurdo como pensar que un monarca convocaría a su pueblo para discutir la abolición de la monarquía.

En la práctica, el nuevo diseño de Morena haría imposible distinguir entre la votación legislativa y la consulta presidencial. Los votantes llegarían a la urna en medio de propaganda, candidatos, lemas y discursos oficialistas. No habría deliberación racional, sino movilización emocional. El mensaje implícito es claro: “si votas por la presidenta, votas por el proyecto; si no, estás contra el pueblo”.

Así, la revocación deja de ser un instrumento de rendición de cuentas y se convierte en un mecanismo de control simbólico. Es la paradoja perfecta: un proceso supuestamente creado para limitar el poder termina reforzándolo. En vez de empoderar al ciudadano, lo usa como escenografía.

Por eso, más que celebrar la “participación popular”, conviene advertir la manipulación que se esconde detrás de estas reformas. No hay democracia cuando el poder diseña los mecanismos para validarse a sí mismo. Lo que Morena llama “revocación” es, en realidad, la institucionalización del aplauso.

En política, las formas importan tanto como los fines. Un mecanismo democrático pierde toda legitimidad cuando quienes deberían ser evaluados son los mismos que redactan la pregunta y cuentan los votos. Lo que se avecina para 2027 no es un ejercicio ciudadano, sino una ratificación anticipada que busca blindar a la presidenta y fortalecer a su partido en las elecciones intermedias.

México no necesita consultas diseñadas desde el poder para confirmar al poder. Necesita gobiernos que rindan cuentas con hechos, no con encuestas. Necesita instituciones independientes, no plebiscitos emocionales. Y, sobre todo, necesita una ciudadanía que entienda que el aplauso también puede ser una forma de sometimiento.

Porque en esta nueva versión del populismo, el pueblo ya no gobierna: solo legitima.