MÁS TEMPRANO QUE TARDE


A mi tio Tito, valiente joven chileno.

Por Roberto Longoni.

Siempre habrá una densa tristeza, una tenue melancolía, un nudo en la garganta del alma. Evocamos la hora, el día, la lluvia de un 11 de septiembre de 1973 donde en Chile (ensayo del mundo, de este herido continente) el odio, la guerra, la traición y la muerte se impusieron como norma. Entonces sí el hombre se convirtió en el lobo del hombre. No por naturaleza, sino por desdicha. Al hombre libre le fue quitado el más profundo y rebelde de los sueños, el de una sociedad donde no existieran abismos ni silencios. El rebelde sueño fue acallado a punta de fusil, de bombas, de ignominia, de tanquetas, de metrallas, de gritos de gorilas y macanas. 

Evocamos la hora, la desdicha, y evoco aquí todo aquello que borra y no borra el tiempo. La Moneda en llamas, el cuerpo mutilado de Allende sale cargado por militares, Miguel Enríquez acepta la encomienda de la resistencia, Víctor Jara se dirige a la Universidad, los obreros se quedan firme en sus puestos de trabajo, los estudiantes llenan a medias las universidades, el miedo y la incertidumbre se apoderan del ambiente. 

Entonces las ramas de este árbol que se está cayendo. 

Un pescador en Magallanes (allá, bien bien al sur), se enteró hoy apenas que ser trabajador y pobre es de nuevo un delito. Un pequeño en la población Santa Rosa (sin aparente postura política) llora en su cunita de madera mientras las balas atraviesan los techos de cartón de su casita maltrecha. Un joven de pelo largo se atreve a lanzar una consigna en una plaza de Talca, o de Iquique, o de Antofagasta, o de Tierra del Fuego, o de la Patagonia, y ahí mismo es golpeado y encerrado. Su madre sigue esperando hoy que atraviese la puerta con sus libritos rojos al hombro y con la tonadita de siempre, con la sonrisa de porvenir loco que hasta a ella había convencido. Un anciano mira llorando la banderita que ha colocado a media asta, como protesta. Mira atónito buscando encontrarle un sentido a aquel rojo, blanco y azul, a aquella estrellita solitaria que de ahora en adelante no parece decir nada. Sus lágrimas jamás encontraron consuelo, y murió creyendo que las dictaduras y la tristeza eran eternas. Una joven aguanta la tortura y el grito. Se niega a decir cualquier cosa. El eco de su silencio, como los gritos de tantos y tantas, resuenan en los entonces campos de exterminio y hoy lugares de santa memoria, de no-olvido-nunca-en-la-vida. Su compañero la vio salir ese día y decidió que no volvería a enamorarse, ya que con ella se habían llevado el amor, los suspiros y la dicha, y le habían arrancado el beso de buenos días, el hacer el amor por las mañanas, el vivir juntos mientras oían música y leían a Marx y a Benedetti, que es entonces lo único que queda. 

Prohibieron el sueño, la rebeldía, el trabajo, el grito, la solidaridad, el abrazo, los besos, las letras, las palabras, (los libros se volvieron combustible para las hogueras militares), la comida, las risas, el amor, la dicha de sentirnos algo, de ser un nosotros. 

Al sentir el exilio, aquella tierra extraña, ajena, donde estaba obligado a empezar de nuevo, sus ojos miran confundidos al horizonte. Aún no entiende porque su propio país lo ha rechazado. Porque no puede abrazar su cordillera, comer su empanada, tomar su vino, gritar sus consignas. El sueño se ha derrumbado. Los años pasan. El regreso se logra, pero algo ya se perdió en las calles, los tiempos, las tardes en que no estuvo. 

Tus mejores hombres y mujeres Chile, asfixiados en sus sueños, muertos por la envidia, heridos en el corazón y la (des)memoria. Volver a caminar, pisar las calles nuevamente, las grandes alamedas, decir “¡compañero!” con alegría. Bailar tu cordillera libre, junto con las grandes alamedas que aún hoy esperan que pase la libertad, galopando, a gatas, de rodillas o como sea, pero que pase, que venga y que se cumpla la profecía de entonces. Tus mejores hombre y mujeres Chile, más temprano que tarde. Más temprano que tarde, ¡venceremos!