Alvaro López | El Cerebro Habla
Pareciera que algunas personas están tranquilas con el estado de cosas actual. Donald Trump ya se fue del poder, ya no se escucha mucho sobre él (básicamente sus cuentas en redes sociales están suspendidas o canceladas) y se percibe una cierta tranquilidad incómoda.
¡Ya nos deshicimos del tirano! ¡Por fin los Estados Unidos regresaron a la normalidad! Algunos piensan, pero temo decir que se equivocan, y se equivocan rotundamente.
Esa tranquilidad podría estar justificada si el demagogo surgiera de la nada, si fuera producto de la generación espontánea, pero Donald Trump no surgió de la nada, no es producto del vacío. Aquello que explica a Trump sigue existiendo ahí en la cultura estadounidense, de forma muy latente.
Antes de profundizar en ello, es importante comprender el contexto actual. El inicio de la presidencia de Joe Biden ha sido gris, cuando menos. La terrible salida de Afganistán, la crisis migratoria en Texasque le ha valido críticas desde ambos lados del espectro político, un problema de inflación que se acumula, la derrota en Virginia así como dos paquetes ambiciosos que los demócratas han tenido problemas para sacar adelante.
Los demagogos como Donald Trump o Andrés Manuel López Obrador son capaces de mantener una popularidad relativamente constante producto del tipo de relación emocional que establecen con sus seguidores en quienes el razonamiento motivado sobresale más de lo normal: prueba de ello es la misma afirmación que Trump hizo hace algunos años donde afirmó que si salía a disparar a la gente en la Quinta Avenida no perdería popularidad.
Pero Joe Biden no cuenta con ese beneficio. La relación simbiótica que la derecha estadounidense tiene con Trump no se expresa de la misma forma con los liberales (y ni qué decir de los independientes) quienes estarán algo más dispuestos a juzgar a Joe Biden por sus acciones que por su figura. La popularidad de Biden ha caído más de diez puntos:
Ciertamente, es muy temprano como para pensar que el gobierno de Joe Biden va a terminar mal. Este patrón es relativamente normal: lo mismo con Barack Obama, Bill Clinton, Ronald Reagan, Jimmy Carter o Gerald Ford, pero lo cierto es que el estado de cosas actual juega a favor de Donald Trump, y ello no es poca cosa pensando en que las elecciones intermedias ocurrirán en un año. Aunque en algunos ámbitos Donald Trump sí fue el peligro que se vaticinaba, en especial su ataque a las instituciones democráticas (que incluyó no reconocer el triunfo de su oponente) junto con su terrible manejo de la pandemia, también es cierto que la economía no anduvo mal (tema para otra ocasión será ver qué tanto mérito tuvo en ello) y la política exterior (con aciertos y errores) no fue el desastre que se pensó que iba a ser, ello puede hacer que en, en caso de que los indicadores del gobierno de Joe Biden no terminen bien, algunos votantes independientes decidan optar por Donald Trump.
Quienes nos informamos en redes sociales escuchamos poco de Trump: principalmente porque él ya no está y ya no controla la narrativa en estos ámbitos, pero si algo tiene es la capacidad de movilizar a los suyos, a tal punto que muchos republicanos ven con buenos ojos que él vuelva a ser el candidato en 2024. Donald Trump tiene una base electoral muy atractiva y nada desdeñable. Que no lo veamos no significa que no esté haciendo nada.
Lo que muchos analistas ignoran es que el estado de cosas que “creó” a Trump pervive, y mientras ese estado de cosas exista y los republicanos estén dispuestos a apoyarlo, la posibilidad de que regrese a la presidencia en 2024 no es nada despreciable. Pero ¿qué estado de cosas?
La politóloga Pippa Norris y el politólogo Ronald Inglehart hacen un análisis interesante sobre esta cuestión. Ellos afirman que lo que ha hecho surgir a Donald Trump (y que, con sus asegunes, también explica el populismo de ultraderecha en Europa) son los cambios culturales que han alienado a la clase blanca trabajadora de clase media-baja que tiene valores morales tradicionales y que vive lejos del progresismo urbano, así como los cambios económicos que afectan a la misma clase trabajadora que se ha convertido en la “gran perdedora de la globalización”.
Inglehart es conocido por los conceptos de materialismo y posmaterialismo. Mientras que el primero hace énfasis en la seguridad económica y física, el segundo hace énfasis en valores que no son de índole económica tales como la expresión personal. Cuestiones como el matrimonio igualitario, derechos de la mujer, combate al racismo, ecología y demás son valores posmaterialistas. ¿Y qué con esto? La transición de una sociedad materialista a una posmaterialista, o eso que denominan “revolución silenciosa” (la cual está ocurriendo en prácticamente todos los países desarrollados producto del desarrollo económico y social) es la que explica, en parte, el surgimiento de una batalla cultural que está alienando a aquellas personas que viven lejos de las grandes urbes y que defienden valores tradicionales materialistas.
Esta transición es, a mi juicio, inevitable por dos razones. La primera tiene que ver con la composición generacional. Las nuevas generaciones: los millennials (y generaciones que le siguen) son los que más abrazan este tipo de valores. Los que abrazan valores tradicionales son cada vez menos (aunque siguen teniendo un tamaño considerable y salen a votar más) por la evidente razón de que están envejeciendo y de que cada vez menos personas de las nuevas generaciones están adoptando sus valores. Mi segundo argumento tiene que ver con la pirámide de Maslow, y es que una vez que las necesidades básicas han sido satisfechas, el individuo comenzará a priorizar aquellas que tienen que ver con el reconocimiento y la autorrealización: mi necesidad de trascender como persona, mi necesidad de expresarme, de ser libre y de encontrar algún sentido a la vida.
Pero que sea inevitable no implica que no traiga problemas. Las transiciones (culturales o económicas) suelen ser dolorosas para un sector de la población. Norris y Inglehart afirman que la transición cultural ha alcanzado un punto de inflexión (tipping point) en que los que mantienen valores tradicionales sienten que son una minoría en su propio territorio: se sienten alienados y, sobre todo, asustados. Ello explica esa pregunta que muchos se hacen cuando ven que los conservadores están dispuestos a votar por una figura nihilista como Donald Trump y ello explica por qué dentro de la religión evangélica, los pastores más polarizadores y politizados les están arrebatando seguidores a quienes no desean involucrarse en política. Ello explica también por qué los discursos xenófobos y racistas resuenan en esos sectores cuya población es homogénea y están social y culturalmente aislados de las zonas urbanas, ellos sienten que la migración es una amenaza no sólo económica sino cultural.
Cuando un discurso o un estado de cosas pierde su hegemonía frente a otra, la configuración social hace que aquello que era normal y aceptable ya no lo sea y viceversa. La espiral del silencio propuesta por la politóloga Elisabeth Noelle-Neumann ejemplifica muy bien este fenómeno. Cuando una opinión es minoritaria, muchas de las personas que la sostienen suelen estar indispuestos para expresarla por miedo al señalamiento o el escarnio social, pero cuando deja de serlo y dicho discurso se vuelve hegemónico entonces expresarlo se vuelve deseable y aceptable. Lo que se denomina como corrección política (que antes era de hechura conservadora y ahora es más bien progresista) se explica en parte por esto. Si hace algunas décadas una persona se la pensaba dos veces antes de defender a los homosexuales para evitar ser señalado o criticado, ahora una persona se la piensa dos veces antes de hacer una afirmación que pueda ser vista como homofóbica. Mientras que las minorías antes excluidas se están empoderando, los que defendían el estado anterior de cosas se están sintiendo excluidos y alienados.
Que la transición posmaterialista sea inevitable (y de alguna manera deseable) no implica que haya cuestiones o actitudes que no puedan señalarse ya que pueden llegar a agravar esta problemática ni implica que las propuestas insertas dentro del posmaterialismo no deban estar exentas de escrutinio. La actitud de varios sectores progresistas frente a estos sectores tradicionales ha sido, por lo general, de desprecio y burla. Recordemos cuando los propios demócratas se refirieron a ellos con un burlas y un tono despectivo. Otros excesos, como, por ejemplo, reprimir a un trabajador blanco que vive en condiciones poco privilegiadas por su “privilegio blanco” tan solo aliena más a estos sectores y más dispuestos estarán a aceptar a un líder autoritario o demagogo que sacie sus sentimientos de incertidumbre y desesperación.
Si algo ha sabido hacer Donald Trump es darle voz a aquellos que se sienten silenciados y hasta insultados. Por ello es que guardan cierto escepticismo de las élites (sociales, políticas e intelectuales) que son capaces de abrazar teorías que nos pueden parecer ridículas y hasta peligrosas como la de Qanon o sostienen teorías de la conspiración frente a la pandemia. Es cierto que su aislamiento de la globalización, las urbes y el menor acceso a la educación explican una parte de este fenómeno, pero también es cierto que el desprecio del que han sido sujetos explica en gran medida otra parte. A esto hay que agregar que estos sectores han perdido sus empleos, que sus comunidades están en crisis, que los demócratas se han preocupado poco por su situación, que la mano de obra está siendo automatizada o se está yendo a otros países: todo ello genera un caldo de cultivo para el populismo.
Ciertamente, esta transición parece ser más dolorosa para Estados Unidos que para los países europeos (donde la ultraderecha se explica más que nada por la inmigración), a tal punto que ultraderechistas como el neerlandés Geert Wilders defienden valores posmaterialistas como la inclusión de la comunidad LGBT. Esto podría explicarse tanto por la mayor desigualdad económica como por una mayor cultura religiosa, entre otras razones.
Es cierto que sería un despropósito dar “marcha atrás” al posmaterialismo, además de que es casi imposible, pero ciertamente se podría ser más empático con estos sectores sociales. La pretendida apertura de mente progresista también tendría que incluir una mayor apertura a escuchar a los que son marginalizados como arcaicos o conservadores. Lo cierto es que la actitud hacia estos sectores poco ha cambiado y poco se ha hecho para tender puentes. Por el contrario, los estadounidenses son una sociedad cada vez más polarizada, y mientras ello ocurra, siempre habrá espacio para figuras como Donald Trump o mucho peores.
Y por ello sería un sinsentido pensar que el trumpismo “ya se acabó” y que “los gringos se libraron del problema”. El reto es más difícil que solo “quitarle la cuenta al tirano”. Si no se entiende, sorpresas desagradables podrían llegar más adelante.
Pareciera que algunas personas están tranquilas con el estado de cosas actual. Donald Trump ya se fue del poder, ya no se escucha mucho sobre él (básicamente sus cuentas en redes sociales están suspendidas o canceladas) y se percibe una cierta tranquilidad incómoda.
¡Ya nos deshicimos del tirano! ¡Por fin los Estados Unidos regresaron a la normalidad! Algunos piensan, pero temo decir que se equivocan, y se equivocan rotundamente.
Esa tranquilidad podría estar justificada si el demagogo surgiera de la nada, si fuera producto de la generación espontánea, pero Donald Trump no surgió de la nada, no es producto del vacío. Aquello que explica a Trump sigue existiendo ahí en la cultura estadounidense, de forma muy latente.
Antes de profundizar en ello, es importante comprender el contexto actual. El inicio de la presidencia de Joe Biden ha sido gris, cuando menos. La terrible salida de Afganistán, la crisis migratoria en Texasque le ha valido críticas desde ambos lados del espectro político, un problema de inflación que se acumula, la derrota en Virginia así como dos paquetes ambiciosos que los demócratas han tenido problemas para sacar adelante.
Los demagogos como Donald Trump o Andrés Manuel López Obrador son capaces de mantener una popularidad relativamente constante producto del tipo de relación emocional que establecen con sus seguidores en quienes el razonamiento motivado sobresale más de lo normal: prueba de ello es la misma afirmación que Trump hizo hace algunos años donde afirmó que si salía a disparar a la gente en la Quinta Avenida no perdería popularidad.
Pero Joe Biden no cuenta con ese beneficio. La relación simbiótica que la derecha estadounidense tiene con Trump no se expresa de la misma forma con los liberales (y ni qué decir de los independientes) quienes estarán algo más dispuestos a juzgar a Joe Biden por sus acciones que por su figura. La popularidad de Biden ha caído más de diez puntos:
Ciertamente, es muy temprano como para pensar que el gobierno de Joe Biden va a terminar mal. Este patrón es relativamente normal: lo mismo con Barack Obama, Bill Clinton, Ronald Reagan, Jimmy Carter o Gerald Ford, pero lo cierto es que el estado de cosas actual juega a favor de Donald Trump, y ello no es poca cosa pensando en que las elecciones intermedias ocurrirán en un año. Aunque en algunos ámbitos Donald Trump sí fue el peligro que se vaticinaba, en especial su ataque a las instituciones democráticas (que incluyó no reconocer el triunfo de su oponente) junto con su terrible manejo de la pandemia, también es cierto que la economía no anduvo mal (tema para otra ocasión será ver qué tanto mérito tuvo en ello) y la política exterior (con aciertos y errores) no fue el desastre que se pensó que iba a ser, ello puede hacer que en, en caso de que los indicadores del gobierno de Joe Biden no terminen bien, algunos votantes independientes decidan optar por Donald Trump.
Quienes nos informamos en redes sociales escuchamos poco de Trump: principalmente porque él ya no está y ya no controla la narrativa en estos ámbitos, pero si algo tiene es la capacidad de movilizar a los suyos, a tal punto que muchos republicanos ven con buenos ojos que él vuelva a ser el candidato en 2024. Donald Trump tiene una base electoral muy atractiva y nada desdeñable. Que no lo veamos no significa que no esté haciendo nada.
Lo que muchos analistas ignoran es que el estado de cosas que “creó” a Trump pervive, y mientras ese estado de cosas exista y los republicanos estén dispuestos a apoyarlo, la posibilidad de que regrese a la presidencia en 2024 no es nada despreciable. Pero ¿qué estado de cosas?
La politóloga Pippa Norris y el politólogo Ronald Inglehart hacen un análisis interesante sobre esta cuestión. Ellos afirman que lo que ha hecho surgir a Donald Trump (y que, con sus asegunes, también explica el populismo de ultraderecha en Europa) son los cambios culturales que han alienado a la clase blanca trabajadora de clase media-baja que tiene valores morales tradicionales y que vive lejos del progresismo urbano, así como los cambios económicos que afectan a la misma clase trabajadora que se ha convertido en la “gran perdedora de la globalización”.
Inglehart es conocido por los conceptos de materialismo y posmaterialismo. Mientras que el primero hace énfasis en la seguridad económica y física, el segundo hace énfasis en valores que no son de índole económica tales como la expresión personal. Cuestiones como el matrimonio igualitario, derechos de la mujer, combate al racismo, ecología y demás son valores posmaterialistas. ¿Y qué con esto? La transición de una sociedad materialista a una posmaterialista, o eso que denominan “revolución silenciosa” (la cual está ocurriendo en prácticamente todos los países desarrollados producto del desarrollo económico y social) es la que explica, en parte, el surgimiento de una batalla cultural que está alienando a aquellas personas que viven lejos de las grandes urbes y que defienden valores tradicionales materialistas.
Esta transición es, a mi juicio, inevitable por dos razones. La primera tiene que ver con la composición generacional. Las nuevas generaciones: los millennials (y generaciones que le siguen) son los que más abrazan este tipo de valores. Los que abrazan valores tradicionales son cada vez menos (aunque siguen teniendo un tamaño considerable y salen a votar más) por la evidente razón de que están envejeciendo y de que cada vez menos personas de las nuevas generaciones están adoptando sus valores. Mi segundo argumento tiene que ver con la pirámide de Maslow, y es que una vez que las necesidades básicas han sido satisfechas, el individuo comenzará a priorizar aquellas que tienen que ver con el reconocimiento y la autorrealización: mi necesidad de trascender como persona, mi necesidad de expresarme, de ser libre y de encontrar algún sentido a la vida.
Pero que sea inevitable no implica que no traiga problemas. Las transiciones (culturales o económicas) suelen ser dolorosas para un sector de la población. Norris y Inglehart afirman que la transición cultural ha alcanzado un punto de inflexión (tipping point) en que los que mantienen valores tradicionales sienten que son una minoría en su propio territorio: se sienten alienados y, sobre todo, asustados. Ello explica esa pregunta que muchos se hacen cuando ven que los conservadores están dispuestos a votar por una figura nihilista como Donald Trump y ello explica por qué dentro de la religión evangélica, los pastores más polarizadores y politizados les están arrebatando seguidores a quienes no desean involucrarse en política. Ello explica también por qué los discursos xenófobos y racistas resuenan en esos sectores cuya población es homogénea y están social y culturalmente aislados de las zonas urbanas, ellos sienten que la migración es una amenaza no sólo económica sino cultural.
Cuando un discurso o un estado de cosas pierde su hegemonía frente a otra, la configuración social hace que aquello que era normal y aceptable ya no lo sea y viceversa. La espiral del silencio propuesta por la politóloga Elisabeth Noelle-Neumann ejemplifica muy bien este fenómeno. Cuando una opinión es minoritaria, muchas de las personas que la sostienen suelen estar indispuestos para expresarla por miedo al señalamiento o el escarnio social, pero cuando deja de serlo y dicho discurso se vuelve hegemónico entonces expresarlo se vuelve deseable y aceptable. Lo que se denomina como corrección política (que antes era de hechura conservadora y ahora es más bien progresista) se explica en parte por esto. Si hace algunas décadas una persona se la pensaba dos veces antes de defender a los homosexuales para evitar ser señalado o criticado, ahora una persona se la piensa dos veces antes de hacer una afirmación que pueda ser vista como homofóbica. Mientras que las minorías antes excluidas se están empoderando, los que defendían el estado anterior de cosas se están sintiendo excluidos y alienados.
Que la transición posmaterialista sea inevitable (y de alguna manera deseable) no implica que haya cuestiones o actitudes que no puedan señalarse ya que pueden llegar a agravar esta problemática ni implica que las propuestas insertas dentro del posmaterialismo no deban estar exentas de escrutinio. La actitud de varios sectores progresistas frente a estos sectores tradicionales ha sido, por lo general, de desprecio y burla. Recordemos cuando los propios demócratas se refirieron a ellos con un burlas y un tono despectivo. Otros excesos, como, por ejemplo, reprimir a un trabajador blanco que vive en condiciones poco privilegiadas por su “privilegio blanco” tan solo aliena más a estos sectores y más dispuestos estarán a aceptar a un líder autoritario o demagogo que sacie sus sentimientos de incertidumbre y desesperación.
Si algo ha sabido hacer Donald Trump es darle voz a aquellos que se sienten silenciados y hasta insultados. Por ello es que guardan cierto escepticismo de las élites (sociales, políticas e intelectuales) que son capaces de abrazar teorías que nos pueden parecer ridículas y hasta peligrosas como la de Qanon o sostienen teorías de la conspiración frente a la pandemia. Es cierto que su aislamiento de la globalización, las urbes y el menor acceso a la educación explican una parte de este fenómeno, pero también es cierto que el desprecio del que han sido sujetos explica en gran medida otra parte. A esto hay que agregar que estos sectores han perdido sus empleos, que sus comunidades están en crisis, que los demócratas se han preocupado poco por su situación, que la mano de obra está siendo automatizada o se está yendo a otros países: todo ello genera un caldo de cultivo para el populismo.
Ciertamente, esta transición parece ser más dolorosa para Estados Unidos que para los países europeos (donde la ultraderecha se explica más que nada por la inmigración), a tal punto que ultraderechistas como el neerlandés Geert Wilders defienden valores posmaterialistas como la inclusión de la comunidad LGBT. Esto podría explicarse tanto por la mayor desigualdad económica como por una mayor cultura religiosa, entre otras razones.
Es cierto que sería un despropósito dar “marcha atrás” al posmaterialismo, además de que es casi imposible, pero ciertamente se podría ser más empático con estos sectores sociales. La pretendida apertura de mente progresista también tendría que incluir una mayor apertura a escuchar a los que son marginalizados como arcaicos o conservadores. Lo cierto es que la actitud hacia estos sectores poco ha cambiado y poco se ha hecho para tender puentes. Por el contrario, los estadounidenses son una sociedad cada vez más polarizada, y mientras ello ocurra, siempre habrá espacio para figuras como Donald Trump o mucho peores.
Y por ello sería un sinsentido pensar que el trumpismo “ya se acabó” y que “los gringos se libraron del problema”. El reto es más difícil que solo “quitarle la cuenta al tirano”. Si no se entiende, sorpresas desagradables podrían llegar más adelante.