Cambios necesarios o INEC-esarios



14/11/22

Vistos de forma somera y aislada, los cambios que propone el gobierno en turno, la cuarta transformación, al Instituto Nacional Electoral (INE) podrían parecer engañosamente razonables. Tomados en conjunto, configuran una iniciativa capaz de dinamitar el edificio democrático. Aunque el análisis vaya a puntos individuales, importa no perder de vista el bosque por los árboles.

Recordemos un poco de historia:

Una reforma electoral, la de 1996, marcó el fin del régimen autoritario en México. Esa reforma fue calificada como “definitiva” porque introdujo tres cambios vitales que completaron el ciclo de la transición.

Uno, la plena autonomía del Instituto Federal Electoral (ahora INE), que quitó al gobierno cualquier papel en la organización de las elecciones.

Dos, un robusto sistema de financiamiento público a los partidos políticos, que permitió a las oposiciones enfrentar al PRI-gobierno en condiciones mínimamente equilibradas para considerarse democráticas.

Tres, la incorporación del Tribunal Electoral al Poder Judicial como una jurisdicción especializada e independiente para administrar justicia electoral.

Otras reformas electorales han ocurrido desde entonces, pero para el cambio de régimen político, la de 1996 fue definitiva. Puesto en breve, sentó en el país la base institucional de cualquier democracia moderna. A pesar de los múltiples problemas del país en otras esferas, en lo político el poder se ha transmitido pacíficamente según la voluntad votada de mayorías cambiantes. Desde 1996, se organizan elecciones democráticas; los ciudadanos votan; y partidos de distinto signo, incluyendo los gobernantes, ganan y pierden elecciones.

Veintiséis años más tarde, el gobierno de la república, de origen democrático, ha presentado una iniciativa de reforma electoral que propone transformar de raíz tanto la administración electoral, como las reglas de competencia e integración del poder.

Los cambios propuestos son múltiples. En el fondo, sin embargo, conciernen a los mismos ejes de la “reforma definitiva”: la capacidad e independencia de las autoridades electorales y el equilibrio en las condiciones de competencia entre gobierno y oposiciones.

El peligro es que esta vez, no se trata de afianzar esos ejes, sino de fracturarlos. La iniciativa gubernamental socavaría no solo la independencia, sino la capacidad operativa elemental del INE y el resto de instituciones electorales. Al mismo tiempo, inclinaría decisivamente la competencia en favor del partido en el gobierno. Todo, desde luego, en nombre de la democracia.

El problema del momento es por tanto también una perversa ironía política e histórica: un cuarto de siglo después de la reforma electoral que puso punto final al régimen autoritario, una contrarreforma, nacida en democracia, podría sepultar al régimen democrático.

En sus términos, la iniciativa presidencial representaría la contrarreforma definitiva en la historia de la democratización de México.