
Alonso Quijano
Las imágenes de cientos de pares de zapatos colocados en el Zócalo de la Ciudad de México deberían ser suficientes para estremecer la conciencia de cualquier gobernante con un mínimo de empatía. Pero en lugar de respuestas, las familias de los desaparecidos encontraron un despliegue de policías, vallas y oídos sordos en Palacio Nacional. La vigilia y luto nacional, convocados en protesta por el macabro hallazgo del Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco, un sitio de exterminio ligado al crimen organizado, se convirtieron en un grito de indignación que el gobierno de Claudia Sheinbaum parece no querer escuchar.
Los colectivos de búsqueda, integrados en su mayoría por madres que han dedicado su vida a rastrear fosas clandestinas con sus propias manos, exigieron diálogo y reconocimiento de la crisis de desapariciones que atraviesa el país. Pero la respuesta del gobierno no fue la que esperaban: más policías, más vallas, más indiferencia. Frente a Palacio Nacional, pintaron un mensaje contundente en el asfalto: “Presidenta, ¿ahora sí nos ve?”.
El hallazgo en el Rancho Izaguirre expuso, una vez más, la descomposición del Estado mexicano. Cientos de pares de zapatos y objetos personales fueron encontrados en el sitio, junto con restos humanos calcinados en fosas tipo crematorio. Un campo de exterminio en toda regla, operado con total impunidad en un país donde la violencia es moneda corriente y la complicidad gubernamental es un secreto a voces.
Mientras los manifestantes encendían velas y realizaban un conteo en memoria de las víctimas, las consignas resonaban con furia: “Ni el PRI, ni el PAN, ni Morena, Teuchitlán nunca más”, “gobierno corrupto, por tu culpa estoy de luto”, “muerte al narco”, “narco presidenta”. La rabia y el dolor se mezclaban en un mismo clamor: justicia, verdad y reconocimiento.
Pero ni la solemnidad del acto ni el dolor genuino de las familias lograron conmover al poder. La respuesta fue predecible: más barreras, más silencio, más desprecio. Cuando los manifestantes derribaron las vallas que protegían Palacio Nacional y se acercaron a la puerta principal, una doble fila de policías se plantó frente a ellos, escudos en mano, como si enfrentar a madres buscando a sus hijos fuera la prioridad del Estado. ¿Dónde estaban esos mismos elementos cuando los desaparecidos fueron secuestrados y asesinados?
El mensaje que envió el gobierno es claro: el dolor de las víctimas incomoda, pero no lo suficiente como para hacer algo al respecto. La desaparición forzada sigue siendo un tema sin solución, un problema que se arrastra entre excusas, simulaciones y discursos vacíos. Y mientras las autoridades cierran los ojos, las familias seguirán buscando, seguirán exigiendo, seguirán gritando. Porque el horror de Teuchitlán no es un hecho aislado, es un reflejo de lo que México se ha convertido: un país donde las fosas superan en número a los intentos de justicia.