
#Opinión
Como si faltara una raya más al tigre, el pasado viernes 21 de marzo, colectivas feministas levantaron la voz contra otra decisión cuestionable del Poder Judicial hidalguense. Esta vez, expusieron irregularidades en un nuevo caso de violencia de género, otra vez con la jueza Janett Montiel al centro de la controversia. Montiel ya ha sido señalada por su actuación en el caso Zimapán, y sin embargo, Aladro ha evitado tomar cualquier medida contra ella. El patrón es claro: ante las quejas de las víctimas, la presidenta guarda silencio. Quizá está demasiado ocupada en su campaña personal para atender el deterioro ético del sistema que dirige.
La independencia judicial debe ser un principio sagrado, especialmente cuando hablamos de quienes aspiran a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Por eso, el caso de Rebeca Stella Aladro Echeverría, presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Hidalgo, no solo preocupa: indigna.
Aladro no ha renunciado a su cargo mientras busca convertirse en ministra de la SCJN. Recibe respaldo del gobernador Julio Menchaca, quien incluso ha declarado públicamente que “probablemente sea una ventaja” que no se haya separado del cargo. Lo justifica diciendo que “no violenta la ley”, pero ese argumento es, como mínimo, éticamente insostenible. En un país donde la desconfianza hacia el sistema de justicia es profunda, usar un cargo judicial como trampolín político debería considerarse una forma de abuso institucional.
La indignación crece cuando observamos lo ocurrido el pasado 4 de abril: la magistrada se fotografió y sostuvo una reunión oficial con la diputada Alhely Medina Hernández, señalada como partícipe en un caso brutal de abuso sexual infantil en Zimapán. Ese mismo día, el Poder Judicial publicó un comunicado en su cuenta oficial de X informando del encuentro, bajo el supuesto de “coordinarse y trabajar en beneficio de la ciudadanía hidalguense”.
Las víctimas, dos niñas, no solo narraron lo vivido ante peritos de la FGR en 2022; también dibujaron a sus agresores, entre ellos Alhely Medina, hermana de Eva Medina y cuñada de Willy Trejo, principales implicados. A pesar de estos testimonios, jueces subordinados a Aladro dictaron no vinculación a proceso, anulada más tarde por un amparo federal. Ese mismo día del cumpleaños de una de las niñas, Aladro posó con Medina en un acto institucional. Una burla. Un gesto de impunidad.
Lo más revelador fue lo que ocurrió después: el comunicado y las fotografías fueron eliminados misteriosamente de la cuenta oficial de X (antes Twitter) del Poder Judicial de Hidalgo. Ninguna explicación. Ningún pronunciamiento. Solo un acto de censura institucional que agrava el problema: en vez de asumir una postura ética o rectificar, prefirieron borrar la evidencia. El silencio digital como confesión de culpa.
Por si fuera poco, en ese mismo fin de semana apareció una fotografía de Rebeca Aladro acompañada nada menos que por el exfutbolista Rafael Márquez y Jesús Martínez, presidente del Club Pachuca. ¿Casualidad? Difícil de creer. En política, las coincidencias casi nunca lo son. Esa imagen, cuidadosamente difundida, parece parte de una estrategia de relaciones públicas para posicionarse socialmente mientras sigue en funciones judiciales. Una maniobra tan visible como cuestionable, que reduce aún más el ya limitado margen del beneficio de la duda.
Hoy, Rebeca Aladro representa un caso paradigmático de cómo la justicia puede convertirse en plataforma de poder, aliada con intereses oscuros. Mientras no renuncie y no se deslinde de quienes han sido señalados por las propias víctimas, no puede hablarse de justicia, ni de ética, ni mucho menos de idoneidad para ocupar un asiento en la Suprema Corte.
México no necesita más simulaciones ni más pactos entre poderes. Necesita juezas y jueces que no le teman a la verdad ni a la renuncia. Porque quien pacta con la impunidad no puede impartir justicia.
Como si faltara una raya más al tigre, el pasado viernes 21 de marzo, colectivas feministas levantaron la voz contra otra decisión cuestionable del Poder Judicial hidalguense. Esta vez, expusieron irregularidades en un nuevo caso de violencia de género, otra vez con la jueza Janett Montiel al centro de la controversia. Montiel ya ha sido señalada por su actuación en el caso Zimapán, y sin embargo, Aladro ha evitado tomar cualquier medida contra ella. El patrón es claro: ante las quejas de las víctimas, la presidenta guarda silencio. Quizá está demasiado ocupada en su campaña personal para atender el deterioro ético del sistema que dirige.
La independencia judicial debe ser un principio sagrado, especialmente cuando hablamos de quienes aspiran a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Por eso, el caso de Rebeca Stella Aladro Echeverría, presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Hidalgo, no solo preocupa: indigna.
Aladro no ha renunciado a su cargo mientras busca convertirse en ministra de la SCJN. Recibe respaldo del gobernador Julio Menchaca, quien incluso ha declarado públicamente que “probablemente sea una ventaja” que no se haya separado del cargo. Lo justifica diciendo que “no violenta la ley”, pero ese argumento es, como mínimo, éticamente insostenible. En un país donde la desconfianza hacia el sistema de justicia es profunda, usar un cargo judicial como trampolín político debería considerarse una forma de abuso institucional.
La indignación crece cuando observamos lo ocurrido el pasado 4 de abril: la magistrada se fotografió y sostuvo una reunión oficial con la diputada Alhely Medina Hernández, señalada como partícipe en un caso brutal de abuso sexual infantil en Zimapán. Ese mismo día, el Poder Judicial publicó un comunicado en su cuenta oficial de X informando del encuentro, bajo el supuesto de “coordinarse y trabajar en beneficio de la ciudadanía hidalguense”.
Las víctimas, dos niñas, no solo narraron lo vivido ante peritos de la FGR en 2022; también dibujaron a sus agresores, entre ellos Alhely Medina, hermana de Eva Medina y cuñada de Willy Trejo, principales implicados. A pesar de estos testimonios, jueces subordinados a Aladro dictaron no vinculación a proceso, anulada más tarde por un amparo federal. Ese mismo día del cumpleaños de una de las niñas, Aladro posó con Medina en un acto institucional. Una burla. Un gesto de impunidad.
Lo más revelador fue lo que ocurrió después: el comunicado y las fotografías fueron eliminados misteriosamente de la cuenta oficial de X (antes Twitter) del Poder Judicial de Hidalgo. Ninguna explicación. Ningún pronunciamiento. Solo un acto de censura institucional que agrava el problema: en vez de asumir una postura ética o rectificar, prefirieron borrar la evidencia. El silencio digital como confesión de culpa.
Por si fuera poco, en ese mismo fin de semana apareció una fotografía de Rebeca Aladro acompañada nada menos que por el exfutbolista Rafael Márquez y Jesús Martínez, presidente del Club Pachuca. ¿Casualidad? Difícil de creer. En política, las coincidencias casi nunca lo son. Esa imagen, cuidadosamente difundida, parece parte de una estrategia de relaciones públicas para posicionarse socialmente mientras sigue en funciones judiciales. Una maniobra tan visible como cuestionable, que reduce aún más el ya limitado margen del beneficio de la duda.
Hoy, Rebeca Aladro representa un caso paradigmático de cómo la justicia puede convertirse en plataforma de poder, aliada con intereses oscuros. Mientras no renuncie y no se deslinde de quienes han sido señalados por las propias víctimas, no puede hablarse de justicia, ni de ética, ni mucho menos de idoneidad para ocupar un asiento en la Suprema Corte.
México no necesita más simulaciones ni más pactos entre poderes. Necesita juezas y jueces que no le teman a la verdad ni a la renuncia. Porque quien pacta con la impunidad no puede impartir justicia.