
En el corazón del Golfo Pérsico, el Estrecho de Ormuz, un angosto paso marítimo de apenas 54 kilómetros en su punto más estrecho se erige como un pilar crítico de la economía global. Por sus aguas transita cerca del 20% del petróleo mundial y un tercio del gas natural licuado, conectando los productores del Golfo Arabia Saudí, Kuwait, Irak, Emiratos Árabes, Qatar e Irán con los mercados de Asia, Europa y América. En el contexto de la escalada bélica entre Irán, Israel y Estados Unidos en junio de 2025, este enclave geoestratégico se convierte en un potencial detonante de una crisis energética sin precedentes.
La reciente ofensiva estadounidense contra instalaciones nucleares iraníes, confirmada por el presidente Donald Trump el 21 de junio, y los bombardeos israelíes previos han intensificado las tensiones. Irán, acorralado, ha agitado la carta del cierre del Estrecho de Ormuz, una amenaza aprobada por su Parlamento, pero pendiente de la decisión del Consejo Supremo de Seguridad Nacional. BehnamSaeedi, miembro de la comisión de seguridad iraní, afirmó que el bloqueo es una opción legítima si Estados Unidos entra formalmente en la guerra apoyando a Israel.
El impacto de un cierre sería devastador. Según Goldman Sachs, un bloqueo prolongado podría disparar los precios del crudo Brent por encima de los 120 dólares por barril, alimentando la inflación global y sumiendo a economías dependientes como China, India y Japón en una crisis energética. Europa, aunque menos expuesta, no sería inmune: en 2023, el 12% del petróleo y el 4% del gas consumidos en España pasaron por Ormuz.
Irán controla la mitad norte del estrecho, mientras Omán y Emiratos Árabes gestionan la otra. Su capacidad para interrumpir el tráfico marítimo es real: en la guerra Irán-Irak (1980-1988), Teherán minó la ruta, y en 2019 sabotajes atribuidos a Irán tensionaron la zona. Sin embargo, cerrar Ormuz es un arma de doble filo. Irán exporta 1,7 millones de barriles diarios, principalmente a China, y un bloqueo dañaría su propia economía, ya estrangulada por sanciones. Además, alienaría a aliados regionales como Omán y tensionaría su relación con Pekín, que depende del estrecho para el 40% de su petróleo.
Estados Unidos, con una presencia militar reforzada en el Golfo desde 2023, ha advertido que no tolerará un cierre, considerándolo un “acto de guerra”. El general Martin Dempsey señaló en 2012 que Washington tiene capacidades para reabrir la ruta, aunque a un costo militar elevado. Mientras, países como Arabia Saudí y Emiratos Árabes diversifican sus exportaciones con oleoductos alternativos, pero su capacidad es limitada: solo 2,6 millones de barriles diarios pueden evitar Ormuz, frente a los 19 millones que transitan diariamente.
El Estrecho de Ormuz no es solo una vía comercial; es un tablero de ajedrez donde se juegan la estabilidad económica y la seguridad global. Un error de cálculo entre Irán, Israel o Estados Unidos podría convertir esta arteria energética en el epicentro de una catástrofe. La diplomacia, más que nunca, es la única vía para evitar que las amenazas se materialicen en un colapso que el mundo no puede permitirse.
La reciente ofensiva estadounidense contra instalaciones nucleares iraníes, confirmada por el presidente Donald Trump el 21 de junio, y los bombardeos israelíes previos han intensificado las tensiones. Irán, acorralado, ha agitado la carta del cierre del Estrecho de Ormuz, una amenaza aprobada por su Parlamento, pero pendiente de la decisión del Consejo Supremo de Seguridad Nacional. BehnamSaeedi, miembro de la comisión de seguridad iraní, afirmó que el bloqueo es una opción legítima si Estados Unidos entra formalmente en la guerra apoyando a Israel.
El impacto de un cierre sería devastador. Según Goldman Sachs, un bloqueo prolongado podría disparar los precios del crudo Brent por encima de los 120 dólares por barril, alimentando la inflación global y sumiendo a economías dependientes como China, India y Japón en una crisis energética. Europa, aunque menos expuesta, no sería inmune: en 2023, el 12% del petróleo y el 4% del gas consumidos en España pasaron por Ormuz.
Irán controla la mitad norte del estrecho, mientras Omán y Emiratos Árabes gestionan la otra. Su capacidad para interrumpir el tráfico marítimo es real: en la guerra Irán-Irak (1980-1988), Teherán minó la ruta, y en 2019 sabotajes atribuidos a Irán tensionaron la zona. Sin embargo, cerrar Ormuz es un arma de doble filo. Irán exporta 1,7 millones de barriles diarios, principalmente a China, y un bloqueo dañaría su propia economía, ya estrangulada por sanciones. Además, alienaría a aliados regionales como Omán y tensionaría su relación con Pekín, que depende del estrecho para el 40% de su petróleo.
Estados Unidos, con una presencia militar reforzada en el Golfo desde 2023, ha advertido que no tolerará un cierre, considerándolo un “acto de guerra”. El general Martin Dempsey señaló en 2012 que Washington tiene capacidades para reabrir la ruta, aunque a un costo militar elevado. Mientras, países como Arabia Saudí y Emiratos Árabes diversifican sus exportaciones con oleoductos alternativos, pero su capacidad es limitada: solo 2,6 millones de barriles diarios pueden evitar Ormuz, frente a los 19 millones que transitan diariamente.
El Estrecho de Ormuz no es solo una vía comercial; es un tablero de ajedrez donde se juegan la estabilidad económica y la seguridad global. Un error de cálculo entre Irán, Israel o Estados Unidos podría convertir esta arteria energética en el epicentro de una catástrofe. La diplomacia, más que nunca, es la única vía para evitar que las amenazas se materialicen en un colapso que el mundo no puede permitirse.