
Julio Gálvez
26/06/25
El reciente conflicto conocido ya como la “guerra de los 12 días” entre Israel, Estados Unidos e Irán, lejos de resolver el enigma del programa nuclear persa, ha dejado a la luz un complejo juego de intereses, algoritmos y traiciones diplomáticas que poco tienen que ver con la narrativa oficial de Washington y sus aliados. La gran víctima, más allá de los misiles y las declaraciones, ha sido la legitimidad del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), dirigido por el argentino Rafael Grossi, cuya imparcialidad quedó mancillada en la peor crisis nuclear del siglo.
Contrario al triunfalismo mediático en Occidente, que vendió la idea de que el programa nuclear iraní fue “destruido” tras los bombardeos de EE.UU. e Israel, la realidad es otra: la infraestructura esencial de Irán permanece en pie, y el supuesto éxito militar ha sido sobre todo una guerra de percepciones, respaldada por inteligencia manipulada y operaciones de desinformación. Irán, con habilidad, filtró a tiempo información sobre su red nuclear y sobre el algoritmo Mosaic —desarrollado por la polémica Palantir Technologies, vinculada a la inteligencia estadounidense y favorecida por Trump—, revelando que los ataques se dirigieron contra blancos ya evacuados o previamente detectados, más como escenografía que como resultado de verdadera inteligencia.
El trasfondo resulta aún más turbio al examinar el papel del OIEA y de su director Grossi. Diversas fuentes, incluyendo la cancillería rusa y publicaciones en Russia Today y Tehran Times, han denunciado la filtración de datos sensibles de las inspecciones nucleares iraníes hacia Israel, facilitando los bombardeos y cruzando todas las líneas de neutralidad que la OIEA decía defender. El canciller ruso Serguéi Lavrov fue particularmente severo al señalar la “pornográfica parcialidad” de Grossi, a quien acusa de mancillar la integridad de la agencia bajo el paraguas de Naciones Unidas.
La gota que derramó el vaso fue la resolución del 12 de junio de la OIEA, ambiguamente redactada y basada en “intenciones” de Irán para fabricar una bomba nuclear que nunca se ha probado. Según el ex diplomático británico Alastair Crooke, esta ambigüedad sirvió de pretexto para la ofensiva israelí y fue adoptada con entusiasmo por Trump, quien desdeñó los reportes internos de inteligencia estadounidense que situaban a Irán aún lejos de poseer armas nucleares, como lo informó Tulsi Gabbard en marzo.
El uso de la inteligencia artificial de Palantir —con su sistema Mosaic capaz de analizar millones de datos satelitales, redes sociales y cuentas personales— convirtió a la OIEA en una entidad “dependiente de ecuaciones algorítmicas” más preocupada por imputar intenciones que por verificar hechos. Así, decenas de sitios nucleares iraníes fueron incluidos en la mira, no por pruebas materiales, sino por inferencias digitales que convenientemente justificaron inspecciones y posteriores bombardeos.
En un acto de cinismo, Rafael Grossi declaró después a CNN que la OIEA “carecía de evidencia alguna del esfuerzo sistemático de Irán para fabricar una bomba nuclear”. Es decir: después de orquestar una campaña internacional, filtrar datos y servir de coartada para una agresión unilateral, admitió que no existía tal amenaza inminente. La respuesta iraní no se hizo esperar: el vocero Esmaeil Baqaei calificó de “atroz” la postura del organismo.
Lo ocurrido evidencia que, más allá del teatro kabuki entre Washington y Tel Aviv, el verdadero campo de batalla es la manipulación de organismos multilaterales y la utilización de inteligencia artificial para moldear percepciones globales. El programa nuclear iraní sobrevive, mientras la credibilidad de Occidente —y la neutralidad de la OIEA— queda en ruinas.
El reciente conflicto conocido ya como la “guerra de los 12 días” entre Israel, Estados Unidos e Irán, lejos de resolver el enigma del programa nuclear persa, ha dejado a la luz un complejo juego de intereses, algoritmos y traiciones diplomáticas que poco tienen que ver con la narrativa oficial de Washington y sus aliados. La gran víctima, más allá de los misiles y las declaraciones, ha sido la legitimidad del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), dirigido por el argentino Rafael Grossi, cuya imparcialidad quedó mancillada en la peor crisis nuclear del siglo.
Contrario al triunfalismo mediático en Occidente, que vendió la idea de que el programa nuclear iraní fue “destruido” tras los bombardeos de EE.UU. e Israel, la realidad es otra: la infraestructura esencial de Irán permanece en pie, y el supuesto éxito militar ha sido sobre todo una guerra de percepciones, respaldada por inteligencia manipulada y operaciones de desinformación. Irán, con habilidad, filtró a tiempo información sobre su red nuclear y sobre el algoritmo Mosaic —desarrollado por la polémica Palantir Technologies, vinculada a la inteligencia estadounidense y favorecida por Trump—, revelando que los ataques se dirigieron contra blancos ya evacuados o previamente detectados, más como escenografía que como resultado de verdadera inteligencia.
El trasfondo resulta aún más turbio al examinar el papel del OIEA y de su director Grossi. Diversas fuentes, incluyendo la cancillería rusa y publicaciones en Russia Today y Tehran Times, han denunciado la filtración de datos sensibles de las inspecciones nucleares iraníes hacia Israel, facilitando los bombardeos y cruzando todas las líneas de neutralidad que la OIEA decía defender. El canciller ruso Serguéi Lavrov fue particularmente severo al señalar la “pornográfica parcialidad” de Grossi, a quien acusa de mancillar la integridad de la agencia bajo el paraguas de Naciones Unidas.
La gota que derramó el vaso fue la resolución del 12 de junio de la OIEA, ambiguamente redactada y basada en “intenciones” de Irán para fabricar una bomba nuclear que nunca se ha probado. Según el ex diplomático británico Alastair Crooke, esta ambigüedad sirvió de pretexto para la ofensiva israelí y fue adoptada con entusiasmo por Trump, quien desdeñó los reportes internos de inteligencia estadounidense que situaban a Irán aún lejos de poseer armas nucleares, como lo informó Tulsi Gabbard en marzo.
El uso de la inteligencia artificial de Palantir —con su sistema Mosaic capaz de analizar millones de datos satelitales, redes sociales y cuentas personales— convirtió a la OIEA en una entidad “dependiente de ecuaciones algorítmicas” más preocupada por imputar intenciones que por verificar hechos. Así, decenas de sitios nucleares iraníes fueron incluidos en la mira, no por pruebas materiales, sino por inferencias digitales que convenientemente justificaron inspecciones y posteriores bombardeos.
En un acto de cinismo, Rafael Grossi declaró después a CNN que la OIEA “carecía de evidencia alguna del esfuerzo sistemático de Irán para fabricar una bomba nuclear”. Es decir: después de orquestar una campaña internacional, filtrar datos y servir de coartada para una agresión unilateral, admitió que no existía tal amenaza inminente. La respuesta iraní no se hizo esperar: el vocero Esmaeil Baqaei calificó de “atroz” la postura del organismo.
Lo ocurrido evidencia que, más allá del teatro kabuki entre Washington y Tel Aviv, el verdadero campo de batalla es la manipulación de organismos multilaterales y la utilización de inteligencia artificial para moldear percepciones globales. El programa nuclear iraní sobrevive, mientras la credibilidad de Occidente —y la neutralidad de la OIEA— queda en ruinas.