
Julio Gálvez
En la política hidalguense, hay apellidos que pesan más que los cargos y trayectorias que valen más que los pactos de ocasión. El apellido Rojo, sin duda, pertenece a esa estirpe. Y aunque en estos días la conversación gira en torno al posible salto de José Antonio Rojo a Movimiento Ciudadano —un rumor viralizado en medios como Effeta y redes sociales—, la realidad, al menos para quienes conocen de cerca la historia, es bastante más matizada y profunda.
Basta recordar la elección de 2022, cuando un servidor —testigo de primera mano— sostuvo una conversación clave con doña Silvia Rojo. La premisa era sencilla, pero la respuesta, contundente: apoyar a Andrés Manuel López Obrador, sí; sumarse ciegamente a su partido, no necesariamente. Esa decisión, más estratégica que visceral, terminó influyendo en el triunfo de Julio Menchaca Salazar en la gubernatura de Hidalgo bajo las siglas de Morena. No fue un acto de transfuguismo, ni de oportunismo: fue la postura de quienes entienden que la política no es lealtad ciega, sino coherencia con ciertos principios.
El eco de esa decisión llegó hasta Palacio Nacional. No es casualidad que, poco después, el propio presidente López Obrador —en una de sus célebres conferencias matutinas— reconociera la trayectoria de Javier Rojo Gómez, pilar del Grupo Huichapan y artífice de la estabilidad política hidalguense durante décadas. AMLO, astuto, no se quedó en el recuerdo: hizo referencia también al maestro Rojo Lugo, dejando entrever un mensaje político dirigido a la familia Rojo, sobre todo frente a los rumores de una posible incursión en Movimiento Ciudadano. Desde este ángulo, fue más bien una invitación sutil a sumarse a Morena, con la puerta abierta para quienes, a diferencia de otros políticos, no han buscado imponer condiciones ni avasallar a las bases de ese movimiento.
Y es que ese es el verdadero diferencial: mientras muchos políticos de relumbrón, acostumbrados al pragmatismo ramplón, saltan a Morena para atropellar a sus fundadores y desplazar a las bases, los Rojo han optado por la vía del respeto institucional y la paciencia. No han hecho del movimiento un campo de batalla personal, ni han buscado negociar cuotas de poder a cambio de lealtades dudosas.
En contraste, el PRI de hoy no es más que un cascarón vacío, administrado por personajes sin trayectoria ni arraigo real, como Marco Mendoza y Jenny Márquez, quienes ejecutan órdenes más que construir futuro. El viejo PRI, aquel del que Rojo se sentía parte, ya no existe. Lo destruyeron quienes convirtieron el pacto en chantaje y la militancia en negocio; los que cambiaron la institucionalidad por la simulación y el legado por la inmediatez.
Por eso, la pregunta relevante no es si José Antonio Rojo se va del PRI, sino si queda algo del PRI en José Antonio Rojo. Y la respuesta, dolorosa pero ineludible, es que el partido hace tiempo que dejó de existir para quienes aún creen en los principios y la dignidad política. Si finalmente Rojo decide buscar otros horizontes —sea en Movimiento Ciudadano o en otra trinchera—, no será por ambición, sino por consecuencia: la de no traicionar una trayectoria ni sacrificar la memoria de un apellido que, para bien o para mal, ayudó a dar forma a la política hidalguense.
Al final, en una época donde los partidos se han convertido en franquicias de sobrevivencia y los principios valen menos que un tuit viral, retirarse a tiempo es la única forma de conservar algo del viejo honor. En ese sentido, tal vez la verdadera puerta que López Obrador abrió no es solo para la familia Rojo, sino para cualquier político que, harto de la simulación, busque algo de autenticidad en medio de tanta impostura.
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