La captura del Poder Judicial



Julio Gálvez

Durante décadas, el sistema judicial federal mexicano estuvo sujeto a una captura política ejercida principalmente por los partidos que dominaron el escenario nacional: PRI, PAN y PRD. Estos partidos, lejos de garantizar la independencia judicial, construyeron un entramado en el que jueces, magistrados y ministros eran seleccionados más por su lealtad política que por su mérito o autonomía. El control del Consejo de la Judicatura y de la Suprema Corte permitió que el Poder Judicial funcionara como un apéndice de los intereses partidistas, lo que facilitó el uso sistemático del lawfare: la instrumentalización de la justicia para perseguir y neutralizar adversarios políticos. Bajo el disfraz de la legalidad, se ejecutan vendettas políticas a través de procesos judiciales orientados no por la búsqueda de justicia, sino por la conveniencia de los grupos en el poder.

Resulta fundamental diferenciar entre el lawfare y el activismo judicial. El primero es una forma de guerra política que utiliza las herramientas del Estado de derecho para acallar voces críticas y eliminar competencia política, generando desconfianza y descrédito hacia las instituciones. El activismo judicial, por el contrario, es –como he sostenido previamente– una vía legítima de interpretación creativa de la Constitución y las leyes, a través de la cual el juzgador contribuye a la expansión de derechos y al fortalecimiento del sistema democrático. No se trata de una invasión de competencias, sino de una respuesta a la inacción o abuso de los otros poderes públicos, precisamente para defender a la sociedad frente al autoritarismo y la captura institucional.

En los últimos años, la politización del Poder Judicial ha sido particularmente evidente en algunos estados del país. Donde existen contrapesos reales, como en Ciudad de México, Monterrey, Jalisco o Querétaro, el proceso de inscripciones para aspirantes a jueces y magistrados ha sido transparente y competitivo, atrayendo perfiles profesionales de alto nivel, interesados en contribuir a la mejora del sistema de justicia. Sin embargo, en entidades altamente politizadas, como Hidalgo, la convocatoria ha sido apenas una simulación: pocos, o ningún perfil destacado, se ha inscrito para ocupar cargos clave, perpetuando así el atraso, el clientelismo y el desprestigio del Poder Judicial. Esta diferencia revela que la reforma judicial, para ser efectiva, necesita un entorno donde la separación de poderes sea una realidad y no un discurso.

La reciente reforma judicial, que permite la elección directa de jueces, magistrados y ministros, abre una oportunidad histórica para revertir la cooptación tradicional y dotar de mayor legitimidad democrática al Poder Judicial. Al incorporar mecanismos de elección popular, se incrementa la visibilidad pública de los perfiles y se abren espacios para que la sociedad evalúe y cuestione las trayectorias, capacidades y valores de quienes aspiran a impartir justicia.

Este avance, sin embargo, no está exento de riesgos: la injerencia de partidos políticos, grupos económicos o delincuenciales y poderes fácticos en las campañas judiciales podría trasladar la lógica clientelar del sistema de partidos al ámbito jurisdiccional, generando nuevos incentivos perversos. Por ello, la reforma debe ir acompañada de reglas estrictas que limiten el financiamiento privado, la propaganda partidista y las redes de influencia que ya han demostrado su capacidad de capturar instituciones.

La crítica al modelo vigente es inevitable, pero también debe reconocerse que la apertura a la elección judicial representa un paso adelante respecto al esquema opaco y cerrado que permitió a PRI, PAN y PRD utilizar la justicia como herramienta de control político. Ahora, con la reformas secundarias, existen posibilidades reales de profesionalizar el Poder Judicial y reconstruir la confianza social en sus resoluciones. El verdadero desafío radica en blindar el proceso de elección frente a viejas y nuevas formas de captura, y en lograr que los mejores perfiles, no los mejor conectados, lleguen a las posiciones de mayor responsabilidad.

En conclusión, la captura del Poder Judicial ha sido un lastre para la democracia mexicana, y sólo una reforma profunda, acompañada de participación social, autonomía institucional y vigilancia permanente, podrá transformar este poder en un verdadero contrapeso, garante de derechos y pilar del Estado de derecho. En estados como Hidalgo, la transformación será más lenta y difícil, pero la apertura iniciada es una oportunidad que no debe desperdiciarse. La justicia mexicana está ante un parteaguas: o se libera del control partidista o corre el riesgo de perpetuar su descrédito y su inutilidad para la sociedad.