
Julio Gálvez
15 de julio de 2025
En América Latina, y México no es la excepción, los giros radicales a izquierda o derecha —o viceversa— parecen tener como destino común el aumento de la pobreza, aunque prometan lo contrario. Vivimos bajo el hechizo de una promesa incumplida: la idea de que la Constitución es el pacto supremo de una democracia vibrante y progresista. Sin embargo, desde la teoría crítica contemporánea y el posestructuralismo, voces como la de Ricardo Sanín Restrepo advierten que esa promesa no es más que un montaje. Lo que se nos vende como democracia no es sino una sofisticada estructura de exclusión y control, envuelta en ropajes normativos que legitiman el statu quo.
Sanín denuncia que la teoría constitucional contemporánea ha secuestrado la voluntad popular tras un aparato judicial elitista. Los jueces, investidos con la aureola de protectores de los derechos, asumen un papel mesiánico —pero terminan, a menudo, alineados con las élites gobernantes. Ejemplos sobran: en México, la Suprema Corte ha oscilado históricamente entre la defensa real de derechos y el alineamiento con los intereses políticos en turno, justificando así la urgencia de una crítica seria y fundamentada a la función judicial.
Desde la promulgación de la Constitución de 1917 hasta las reformas judiciales más recientes (incluyendo la elección popular de jueces), México ha intentado reiteradas “refundaciones jurídicas”, como la reforma de derechos humanos en 2011 o la narrativa constitucionalista de la llamada Cuarta Transformación (4T). Pero cabe preguntarse: ¿cuánto de este aparente avance ha sido una emancipación real y cuánto, simplemente, reciclaje del viejo racionalismo jurídico-liberal? Sanín sugeriría que el problema no reside únicamente en el texto constitucional, sino en el fetiche del texto: cuando la Constitución se vuelve un “significante vacío”, pierde toda capacidad transformadora y se convierte en un amuleto, más que en un arma de cambio social.
¿QUÉ RESCATAR DEL PROYECTO CONSTITUCIONAL?
Frente a la crítica demoledora de Sanín, surge la pregunta ineludible: ¿existe aún alguna semilla transformadora en el positivismo evolucionado o el neoconstitucionalismo que valga la pena preservar? Luigi Ferrajoli, en su obra “Derechos y garantías: la ley del más débil”, ofrece una respuesta alternativa: la construcción de un Estado constitucional de derecho donde los principios de legalidad, igualdad y racionalidad sirvan como diques frente al ejercicio arbitrario del poder, protegiendo a los más vulnerables. Ferrajoli sostiene que los derechos fundamentales deben ser límites infranqueables para los poderes legislativo y ejecutivo. Su apuesta no es ingenua: reconoce el carácter político del derecho, pero aboga por su control a través de una estructura garantista y racional.
Norberto Bobbio, por su parte, advirtió que la promesa democrática es pura retórica si no se juridifican los derechos, es decir, si no se plasman en reglas vinculantes que frenen la arbitrariedad del líder o del gobierno de turno. En la visión de Bobbio, el derecho es un instrumento racional de contención frente a los excesos de la política pura, lo que impide que la democracia derive en tiranía de la mayoría o culto al caudillo.
Desde el campo neoconstitucionalista, Ronald Dworkin desafió la visión del derecho como simple sistema cerrado de reglas, defendiendo una interpretación basada en principios morales. Para Dworkin, el juez descubre el derecho a través de una lectura moralmente comprometida del texto jurídico. Así, la protección judicial de los derechos no usurpa la soberanía popular, sino que la defiende frente a las mayorías potencialmente opresoras. Robert Alexy, en la misma línea, desarrolla una teoría de la ponderación, donde los jueces deben justificar públicamente la solución de conflictos entre principios constitucionales. Alexy entiende el derecho como un sistema argumentativo que racionaliza —no elimina— la política, y que busca equilibrar libertad y seguridad, dignidad y orden.
En América Latina, Carlos Bernal Pulido defiende el papel activo del juez constitucional como constructor de una democracia sustantiva, especialmente en contextos de desigualdad estructural, como ocurre en México. Según Bernal, la Corte no debe ser pasiva ante la injusticia, sino aplicar evolutivamente los principios constitucionales para garantizar inclusión, equidad y transformación social.
Todos estos pensadores coinciden en un punto esencial: el derecho no es neutral, pero puede ser una herramienta legítima para canalizar el conflicto social. Frente al escepticismo radical de Sanín, su propuesta es un derecho principialista, vinculado a la moral pública y articulado por cortes autónomas, no por caudillos.
EL SIMULACRO DE LA DEMOCRACIA PLEBISCITARIA
Pero la crítica no debe detenerse en el fetichismo constitucional ni en los jueces. Hoy emerge una amenaza más perversa: la democracia plebiscitaria, ese simulacro que reduce la voluntad del pueblo a la aclamación periódica de un líder carismático. En México —como en otros países latinoamericanos—, este modelo de gobierno secuestra el discurso democrático para desactivarlo. Se invoca al “pueblo” pero se le impide organizarse de forma autónoma; se consulta pero no se delibera; se legitima con votos, pero se cancela el debate y se ahoga la pluralidad en la moral dictada desde el poder. Así, la llamada “soberanía popular” se convierte en una coartada para reinstalar la Presidencia Imperial, muy al estilo de los regímenes autoritarios de los años setenta, solo que ahora disfrazada de democracia participativa.
El riesgo es real y actual: plebiscitos simulados, consultas para convalidar decisiones ya tomadas, reformas judiciales que en lugar de democratizar, concentran el poder. Esta deriva no amplía el poder constituyente ni democratiza el acceso a la justicia, sino que sustituye la deliberación por un acto de fe política en el líder absoluto. El fetichismo constitucional cede así su lugar al fetichismo del caudillo.
¿Y AHORA QUÉ?
Como abogado postulante en materia de amparo y profesor, sostengo que la alternativa ante el fetiche de la norma y el culto al líder no es la resignación, sino la reconstrucción crítica de un nuevo constitucionalismo. No basta con inscribir derechos en papel: se requiere encarnarlos en la praxis viva del pueblo organizado. El derecho debe dejar de ser el bastón del tecnócrata o el cetro del caudillo, para convertirse —aun en su imperfección— en el instrumento indispensable de una sociedad que quiere gobernarse en democracia, no obedecer ciegamente.
Solo entonces, el derecho podrá dejar de servir al poder absoluto —que, como advertía Lord Acton, corrompe absolutamente— y comenzar, por fin, a materializar la democracia en nombre de todos, no solo de los poderosos o de quienes gritan más fuerte desde el púlpito del Estado.
En América Latina, y México no es la excepción, los giros radicales a izquierda o derecha —o viceversa— parecen tener como destino común el aumento de la pobreza, aunque prometan lo contrario. Vivimos bajo el hechizo de una promesa incumplida: la idea de que la Constitución es el pacto supremo de una democracia vibrante y progresista. Sin embargo, desde la teoría crítica contemporánea y el posestructuralismo, voces como la de Ricardo Sanín Restrepo advierten que esa promesa no es más que un montaje. Lo que se nos vende como democracia no es sino una sofisticada estructura de exclusión y control, envuelta en ropajes normativos que legitiman el statu quo.
Sanín denuncia que la teoría constitucional contemporánea ha secuestrado la voluntad popular tras un aparato judicial elitista. Los jueces, investidos con la aureola de protectores de los derechos, asumen un papel mesiánico —pero terminan, a menudo, alineados con las élites gobernantes. Ejemplos sobran: en México, la Suprema Corte ha oscilado históricamente entre la defensa real de derechos y el alineamiento con los intereses políticos en turno, justificando así la urgencia de una crítica seria y fundamentada a la función judicial.
Desde la promulgación de la Constitución de 1917 hasta las reformas judiciales más recientes (incluyendo la elección popular de jueces), México ha intentado reiteradas “refundaciones jurídicas”, como la reforma de derechos humanos en 2011 o la narrativa constitucionalista de la llamada Cuarta Transformación (4T). Pero cabe preguntarse: ¿cuánto de este aparente avance ha sido una emancipación real y cuánto, simplemente, reciclaje del viejo racionalismo jurídico-liberal? Sanín sugeriría que el problema no reside únicamente en el texto constitucional, sino en el fetiche del texto: cuando la Constitución se vuelve un “significante vacío”, pierde toda capacidad transformadora y se convierte en un amuleto, más que en un arma de cambio social.
¿QUÉ RESCATAR DEL PROYECTO CONSTITUCIONAL?
Frente a la crítica demoledora de Sanín, surge la pregunta ineludible: ¿existe aún alguna semilla transformadora en el positivismo evolucionado o el neoconstitucionalismo que valga la pena preservar? Luigi Ferrajoli, en su obra “Derechos y garantías: la ley del más débil”, ofrece una respuesta alternativa: la construcción de un Estado constitucional de derecho donde los principios de legalidad, igualdad y racionalidad sirvan como diques frente al ejercicio arbitrario del poder, protegiendo a los más vulnerables. Ferrajoli sostiene que los derechos fundamentales deben ser límites infranqueables para los poderes legislativo y ejecutivo. Su apuesta no es ingenua: reconoce el carácter político del derecho, pero aboga por su control a través de una estructura garantista y racional.
Norberto Bobbio, por su parte, advirtió que la promesa democrática es pura retórica si no se juridifican los derechos, es decir, si no se plasman en reglas vinculantes que frenen la arbitrariedad del líder o del gobierno de turno. En la visión de Bobbio, el derecho es un instrumento racional de contención frente a los excesos de la política pura, lo que impide que la democracia derive en tiranía de la mayoría o culto al caudillo.
Desde el campo neoconstitucionalista, Ronald Dworkin desafió la visión del derecho como simple sistema cerrado de reglas, defendiendo una interpretación basada en principios morales. Para Dworkin, el juez descubre el derecho a través de una lectura moralmente comprometida del texto jurídico. Así, la protección judicial de los derechos no usurpa la soberanía popular, sino que la defiende frente a las mayorías potencialmente opresoras. Robert Alexy, en la misma línea, desarrolla una teoría de la ponderación, donde los jueces deben justificar públicamente la solución de conflictos entre principios constitucionales. Alexy entiende el derecho como un sistema argumentativo que racionaliza —no elimina— la política, y que busca equilibrar libertad y seguridad, dignidad y orden.
En América Latina, Carlos Bernal Pulido defiende el papel activo del juez constitucional como constructor de una democracia sustantiva, especialmente en contextos de desigualdad estructural, como ocurre en México. Según Bernal, la Corte no debe ser pasiva ante la injusticia, sino aplicar evolutivamente los principios constitucionales para garantizar inclusión, equidad y transformación social.
Todos estos pensadores coinciden en un punto esencial: el derecho no es neutral, pero puede ser una herramienta legítima para canalizar el conflicto social. Frente al escepticismo radical de Sanín, su propuesta es un derecho principialista, vinculado a la moral pública y articulado por cortes autónomas, no por caudillos.
EL SIMULACRO DE LA DEMOCRACIA PLEBISCITARIA
Pero la crítica no debe detenerse en el fetichismo constitucional ni en los jueces. Hoy emerge una amenaza más perversa: la democracia plebiscitaria, ese simulacro que reduce la voluntad del pueblo a la aclamación periódica de un líder carismático. En México —como en otros países latinoamericanos—, este modelo de gobierno secuestra el discurso democrático para desactivarlo. Se invoca al “pueblo” pero se le impide organizarse de forma autónoma; se consulta pero no se delibera; se legitima con votos, pero se cancela el debate y se ahoga la pluralidad en la moral dictada desde el poder. Así, la llamada “soberanía popular” se convierte en una coartada para reinstalar la Presidencia Imperial, muy al estilo de los regímenes autoritarios de los años setenta, solo que ahora disfrazada de democracia participativa.
El riesgo es real y actual: plebiscitos simulados, consultas para convalidar decisiones ya tomadas, reformas judiciales que en lugar de democratizar, concentran el poder. Esta deriva no amplía el poder constituyente ni democratiza el acceso a la justicia, sino que sustituye la deliberación por un acto de fe política en el líder absoluto. El fetichismo constitucional cede así su lugar al fetichismo del caudillo.
¿Y AHORA QUÉ?
Como abogado postulante en materia de amparo y profesor, sostengo que la alternativa ante el fetiche de la norma y el culto al líder no es la resignación, sino la reconstrucción crítica de un nuevo constitucionalismo. No basta con inscribir derechos en papel: se requiere encarnarlos en la praxis viva del pueblo organizado. El derecho debe dejar de ser el bastón del tecnócrata o el cetro del caudillo, para convertirse —aun en su imperfección— en el instrumento indispensable de una sociedad que quiere gobernarse en democracia, no obedecer ciegamente.
Solo entonces, el derecho podrá dejar de servir al poder absoluto —que, como advertía Lord Acton, corrompe absolutamente— y comenzar, por fin, a materializar la democracia en nombre de todos, no solo de los poderosos o de quienes gritan más fuerte desde el púlpito del Estado.