El PRI de siempre, vestido de guinda



Julio Gálvez

9 de diciembre de 2025

La política mexicana volvió a mostrar su verdadera cara cuando Enrique Peña Nieto, con la ligereza de quien confiesa algo evidente, soltó en el documental PRI: Crónica del Fin una frase que debería figurar en todos los manuales de ciencia política: “Queríamos que ganara y ganó.” No se refería a un candidato del PRI. Se refería a Andrés Manuel López Obrador. Esa confesión —más reveladora que escandalosa— confirma algo que desde hace años flotaba en el aire: Morena no derrotó al PRI. Morena es el PRI. O, en términos más exactos: el PRI mutó, se reacomodó, se reconfiguró, pero nunca perdió el poder real. La llamada Cuarta Transformación fue, en esencia, el vehículo que permitió a la élite tradicional conservarlo.


Este cálculo político no surgió de la nada. Tras el profundo descontento social que dejó el sexenio de Peña Nieto —marcado por escándalos de corrupción, represión, violencia y una crisis generalizada de legitimidad— el sistema supo que enfrentaba un riesgo histórico: perder el control. Era indispensable inventar una narrativa de ruptura, fabricar una epopeya emocional que transformara la rabia social en esperanza administrable. Así nació la supuesta “transformación”, una ingeniería política diseñada para engañar a la población, hacerle creer que lo viejo moría para que lo viejo pudiera seguir mandando.


Por eso, lo que se presentó como revolución fue, en realidad, pacto. De ahí que expriistas ocuparan las posiciones estratégicas de Morena: gobernadores reciclados, operadores electorales, cuadros priistas disfrazados de “renovadores morales”. Ese trasvase masivo de cuadros confirma que no hubo combate al viejo régimen, sino un acuerdo para mantenerlo vigente bajo otro color. La frase de Peña Nieto se siente tan natural porque describe, sin adornos, el mecanismo con el que el sistema sobrevivió a su propia crisis.


El reciclaje también se observa en las prácticas del poder. Antes, el PRI regalaba despensas para capturar votos; ahora Morena perfeccionó esos mecanismos de clientelismo a través de las pensiones del bienestar, un sistema mucho más sofisticado y emocionalmente efectivo. Realizan acciones populistas para disfrazar que siguen siendo la misma clase política, solo que ahora envuelta en un nuevo relato moral que apela a la nostalgia, a la identidad nacional y al mito del pueblo bueno.


México ha vivido maximatos antes —el de Plutarco Elías Calles es el más célebre—, pero ninguno tan sofisticado como el maximato de López Obrador, un caudillo cuya influencia rebasa a las instituciones y cuyo movimiento, como advertiría Max Weber, descansa en un liderazgo carismático que tarde o temprano enfrenta sus propios límites. Morena nació como “la alternativa moral del pueblo”, pero terminó convertido en un aparato vertical donde el líder concentra la legitimidad y reparte el poder a través de símbolos, lealtades personales y mitologías nacionales. Justo el tipo de estructura que Weber consideraba propia de las organizaciones que, incapaces de institucionalizarse, sobreviven solo a través del culto al líder. Ese liderazgo permitió que el viejo régimen encontrara refugio y continuidad bajo una nueva bandera.


Desde 2018, el discurso lopezobradorista se construyó sobre la promesa de enterrar al neoliberalismo. Pero, como explicó Antonio Gramsci, la hegemonía funciona precisamente así: el sistema absorbe a sus opositores y los convierte en administradores de la misma estructura que dicen combatir. La 4T no eliminó el neoliberalismo, simplemente lo recubrió con narrativa nacionalista y simbología popular. Pierre Bourdieu habría reconocido de inmediato la operación: formas simbólicas de legitimidad que disfrazan la continuidad de fondo. O como advertía Noam Chomsky: manufactura del consenso para que las mayorías crean que algo cambió, aunque todo permanezca igual.


Ejemplo perfecto es la postura internacional del gobierno. Claudia Sheinbaum afirma que no asistirá a partidos del Mundial 2026 en nombre de la austeridad, pero posó sonriente en Washington junto a Donald Trump y Mark J. Carney durante el sorteo. La imagen de América del Norte fusionada en el video oficial del torneo sintetiza la verdad: México sigue operando bajo la lógica del T-MEC, subordinado a la integración económica regional que jamás fue cuestionada por la 4T. Morena, en palabras de Cornelius Castoriadis, se convirtió en una “institución imaginaria” que produce la ilusión de cambio para mantener funcionando el mismo orden económico de siempre.


La llegada de millones de votantes a Morena no fue un despertar democrático; fue, como diría Ernesto Laclau, una articulación populista diseñada para canalizar frustraciones sin alterar la estructura del poder. De ahí su principal herramienta: programas sociales convertidos en mecanismos de lealtad electoral, no en políticas públicas que emancipen. “El dinero que se reparte con la izquierda es el mismo que se quita con la derecha mediante inflación, deuda y corrupción.”


La confesión de Peña Nieto solo confirma lo que la evidencia ya narraba: El PRI no murió. Cambió de color. Los viejos líderes del régimen siguen influyendo en el gobierno. Las prácticas clientelares continúan. El presidencialismo se fortaleció. La persecución política selectiva reemplazó a la justicia. La simulación democrática se profundizó. En suma: Morena heredó el ADN priista con una eficiencia que el propio PRI había perdido.


El desgaste actual lo evidencia todavía más. Durante el sexenio de Claudia Sheinbaum, nunca se había visto a la izquierda mexicana tan desgastada, tan desarticulada y tan alejada de sus fundamentos históricos. Aunque la presidenta tiene formación de izquierda, su gobierno opera bajo la misma estructura neoliberal que prometía transformar. La contradicción es brutal: el discurso intenta mantener viva la épica moral, mientras la práctica confirma la continuidad del mismo modelo económico que impera desde hace décadas.


La retórica de la Cuarta Transformación prometió “destruir al viejo régimen”. Pero, como señala Slavoj Žižek, muchos proyectos que se proclaman revolucionarios terminan siendo actos de continuidad disfrazados de ruptura, espectáculos ideológicos que permiten al sistema reciclarse sin sufrir daño real. En México sucedió exactamente eso: la clase política priista migró en masa a Morena; las instituciones fueron debilitadas; el sistema electoral se moldeó para garantizar control y la sobrerepresentación en el Congreso; el presidencialismo resurgió con fuerza, debilitaron al Poder Judicial. Si el PRI necesitaba reinventarse, Morena se convirtió en su vehículo perfecto. Y la frase de Peña Nieto —“Queríamos que ganara y ganó quien queríamos”— es la prueba final de esa transición pactada.


La mayor tragedia no es que el PRI haya sobrevivido; eso era previsible. La tragedia es que millones de mexicanos creyeron que estaban destruyendo al PRI mientras votaban por su versión más eficiente y más emocionalmente convincente. El pueblo fue seducido por transferencias económicas que no construyen ciudadanía, solo dependencia. Dividido y polarizado por discursos que agotan la conversación pública entre derecha e izquierda el país repite el mismo ciclo: un régimen que se recicla bajo nuevas siglas, nuevas promesas y nuevos mesías.


Hoy, la 4T se presenta como la gran epopeya moral, pero su estructura interna revela otra cosa: es la reedición del mismo sistema, con los mismos hilos de poder, con el mismo centralismo y la misma simulación democrática. Morena no destruyó al PRI. Morena es el PRI que logró volver a enamorar al electorado. Y si algo demuestra la historia mexicana —de Calles a hoy— es que cuando un sistema se recicla sin oposición real, no cambia: se profundiza. La confesión de Peña Nieto no cimbró a México. Solo confirmó que el final ya estaba escrito desde el principio.