
Julio Gálvez
5 de diciembre de 2025
En el video promocional del Mundial 2026 aparece la silueta completa de América del Norte: México, Estados Unidos y Canadá fundidos en una sola imagen. Para muchos se trata únicamente de la representación gráfica de los organizadores del torneo; sin embargo, el mensaje va mucho más allá del deporte. La figura simboliza la integración económica y geopolítica que articula al T-MEC y que, en la práctica, define la vida pública de la región. Es un recordatorio visual de que, más allá de los discursos que se construyen para consumo interno, los tres países actúan como un bloque con intereses comunes.
Mientras tanto, en México, el gobierno intenta sostener un relato que ya no resiste la mínima confrontación con los hechos. La presidenta Claudia Sheinbaum afirma que no asistirá a los partidos del Mundial, un gesto cuidadosamente calculado para reforzar la narrativa de austeridad y distancia frente a los espectáculos globales. Pero la contradicción se hace evidente al recordar que sí estuvo presente en el sorteo del torneo en Washington, compartiendo mesa y cámaras con Donald Trump y el primer ministro canadiense Mark J. Carney. No es necesario recorrer estadios para mostrar alineación: basta acudir a los eventos donde se negocian los símbolos del poder.
Este contraste refleja una verdad más profunda: México no ha roto con el neoliberalismo, por más que se repita lo contrario. Y esa contradicción no es nueva. Es la herencia directa de la política de Andrés Manuel López Obrador, cuyo proyecto se ostenta como de izquierda mientras continúa, sin rubor, operando bajo las mismas lógicas económicas que dice combatir. Durante años, el discurso lopezobradorista se construyó sobre la promesa de sepultar al “viejo régimen”, denunciar el neoliberalismo y levantar un movimiento popular que reivindicara la soberanía nacional. Pero en los hechos, su gobierno —y hoy el de Sheinbaum— no modificó la arquitectura económica regional, ni cuestionó el T-MEC, ni rompió con la dependencia estructural hacia Estados Unidos. Esta lógica encaja perfectamente con lo que Antonio Gramsci describía como hegemonía: la capacidad del sistema para reconfigurarse sin alterar el fondo, solo cambiando la narrativa que sostiene su legitimidad.
Aquí se encuentra una pieza clave para entender el momento político: esta hipocresía en la forma de ejercer el poder no es un accidente, sino un mecanismo funcional del sistema. Consiste en predicar rebeldía mientras se opera con sumisión; en declarar guerra al neoliberalismo mientras se administra su continuidad. Como explicaba Pierre Bourdieu, los sistemas políticos sobreviven mediante “formas simbólicas” que generan legitimidad aun cuando la estructura real permanece intacta. O como advertía Ernesto Laclau, el populismo puede convertirse en una estrategia para canalizar demandas sociales sin alterar el núcleo del poder económico. De hecho, autores como Slavoj Žižek han insistido en que muchos gobiernos contemporáneos operan bajo una “fantasmagoría ideológica”: aparentan ruptura mientras reproducen la lógica del sistema que dicen enfrentar.
Y eso es, precisamente, lo que ha ocurrido en México.
Con el PRI, el sistema había perdido su conexión con amplios sectores del pueblo. Su maquinaria electoral ya no producía adhesión emocional ni legitimidad simbólica. Era necesario reinventar el dispositivo político, dotarlo de un nuevo envoltorio moral y un nuevo lenguaje de cercanía. Así nació Morena: como una herramienta para reconstruir esa conexión perdida, para vestir de “movimiento popular” lo que en esencia sigue siendo el mismo orden económico y político. Esta operación responde a lo que Cornelius Castoriadis describía como “institución imaginaria de la sociedad”: mecanismos simbólicos que generan la ilusión de transformación para que el sistema siga funcionando sin resistencias profundas. De un lado, un repertorio populista que promete estar del lado de la gente; del otro, la continuidad neoliberal asegurada bajo el marco del T-MEC y la interdependencia con Estados Unidos.
Esta doble cara no es una anomalía, sino una estrategia sofisticada para contener el enojo social. El sistema encontró en el populismo una forma de apaciguar y administrar la frustración, ofreciendo un discurso que proyecta ruptura mientras garantiza que nada fundamental cambie. Es una manera de engañar al pueblo: se le promete transformación mientras se consolida la misma arquitectura económica heredada de las décadas anteriores. Noam Chomsky ha descrito este fenómeno como “manufactura del consenso”: una ingeniería discursiva para asegurar obediencia sin recurrir a la coerción abierta.
La hipocresía es doble: por un lado, se presume una identidad “antiautoritaria, popular y de izquierda”; por el otro, el país sigue sometido a las reglas del bloque económico norteamericano, con una política comercial, migratoria y manufacturera alineada a los intereses de Washington. Al mismo tiempo, Morena, que en teoría nace para combatir al viejo sistema, hoy está lleno de figuras provenientes del PRI y del PAN, los mismos partidos que el lopezobradorismo señalaba como responsables del “desastre neoliberal”. La supuesta regeneración moral terminó siendo un reciclaje del mismísimo aparato político que prometieron desmontar.
La imagen de América del Norte en el video del Mundial funciona entonces como una metáfora brutal: revela la integración regional que realmente nos gobierna, aunque la retórica oficial pretenda otra cosa. México continúa operando dentro del orden neoliberal, con Morena administrándolo mientras asegura que lo combate. Esa es la paradoja central del régimen: denunciar al neoliberalismo mientras se vive —y se gobierna— completamente dentro de él.
En tiempos en que la narrativa intenta sustituir a los hechos, el Mundial 2026 dejó ver lo que el discurso oficial quiere ocultar: México sigue siendo neoliberal, con un gobierno que proclama izquierdismo hacia adentro y obedece reglas neoliberales hacia afuera. El espectáculo continúa, y no solo en la cancha.