
Jorge Montejo
3 de diciembre de 2025
El Gobierno federal volvió a sorprender al país con su inagotable capacidad para reinventar la política pública… en versión sobremesa. Literalmente. Su nueva estrategia para combatir el desabasto nacional consiste en instalar 500 “Farmacias del Bienestar” frente a centros de salud. ¿La innovación? Cada farmacia es, en realidad, una mesa plegable con un letrerito encima. Una obra maestra de ingeniería institucional digna de una feria escolar.
La lógica es impecable: si el medicamento no está dentro del hospital, entonces que el hospital salga a la calle. Problema resuelto. ¿Para qué reconstruir un sistema de abasto destruido, reparar la cadena de suministro o profesionalizar las compras de medicamentos, si puedes montar un mostrador portátil y fingir que todo está bajo control?
En la imagen promocional del programa aparece una trabajadora sentada detrás de un pequeño mueble blanco con estantes visibles, cada uno exhibiendo dos o tres cajas de medicamentos como si se tratara de una exposición de miniaturas. Una farmacia minimalista, ideal para un país donde el acceso a la salud también se ha vuelto minimalista. Es, sin duda, el epítome del “austericidio”: menos infraestructura, menos medicamentos, menos responsabilidad. Un logro.
El módulo, además, es multifuncional. No necesita cadena de frío, porque, ¿para qué querríamos medicinas que requieren refrigeración? No necesita inventarios complejos, porque apenas caben diez cajas. No necesita controles de seguridad, porque los medicamentos pueden vigilarse solos. Y no necesita bodegas, porque este Gobierno ha entendido algo que la ciencia nunca comprendió: los medicamentos se reproducen por magia, basta con ponerlos al sol.
También es un avance monumental en privacidad médica. Ahora cualquier paciente puede pedir tratamiento para hipertensión, diabetes o incluso enfermedades de alto estigma… en plena banqueta, frente a coches estacionados y vecinos curiosos. Un servicio digno, pero al aire libre. Salud pública estilo picnic.
Lo más admirable es que este modelo crea un sistema de salud paralelo: si el hospital ya no puede surtir recetas, no importa, afuera hay una mesa. Si no hay medicamentos esenciales, tampoco importa, el módulo seguramente tiene algo parecido. Y si no lo tiene, pues qué le vamos a hacer, usted regrese mañana, o pasado, o cuando llegue el próximo lote de utilería.
En un país donde el Gobierno prometió tener “un sistema de salud como el de Dinamarca”, esta mesa plegable representa, sin duda, la culminación de la transformación. No del sistema… sino de las expectativas. Se nos enseñó a pedir menos, a conformarnos con menos, a normalizar lo improvisado como si fuera política pública.
El módulo no solo es una farmacia. Es una metáfora nacional: pequeño, frágil, insuficiente, y colocado justo afuera del centro de salud que debería tener todo lo que al módulo le falta. Una postal perfecta del estado actual de la salud pública en México.
Y todo por el bien del pueblo, por supuesto. Porque nada grita “bienestar” como una farmacia portátil que cabe en el maletero de un Tsuru.
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