Impunidad militar.



¿Qué podemos deducir los ciudadanos y ciudadanas, sobre la determinación que tomó este 15 de enero, la Fiscalía General de la Republica (FGR), al no ejercer acción penal contra el ex secretario de la defensa nacional Salvador Cienfuegos? ¿Qué motivos orillaron al fiscal general, Alejandro Gertz Manero para concluir enfáticamente que el general Salvador Cienfuegos “nunca” tuvo contacto con la organización delictiva que investigaron las autoridades de Estados Unidos? ¿Por qué fue el Secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y no el Fiscal General, como un organismo autónomo, quien llevó el caso ante las autoridades de Estados Unidos, para negociar el regreso del general?

Bastaron tres meses para que el gobierno de México acordara con el departamento de justicia de Estados Unidos el desistimiento de las acusaciones relacionadas con el narcotráfico y el lavado de dinero. Sólo transcurrieron cinco días para que la FGR recibiera la información aportada por el general sobre su participación en estos hechos. Fue insólita la conclusión del fiscal al asumir que los señalamientos de las autoridades de Estados Unidos carecían de sustento probatorio. Para la fiscalía las grabaciones y capturas de mensajes eran inconsistentes para acusar al general de estar coludido con Juan Francisco Patrón Sánchez, conocido como el H2, quien era el jefe de plaza del Cártel de los Beltrán Leyva en Nayarit. Prevaleció la postura de que los mensajes tenían a otro interlocutor que nada tenía que ver con el general Cienfuegos. Se refuerza su argumentación al informar que sólo había una conversación entre Salvador Cienfuegos y el H2 y que el resto, son conversaciones entre el H2 y el H6, los líderes de los Beltrán Leyva, donde sale a relucir el nombre de Cienfuegos, Zepeda o el Padrino.

Por otra parte, el gobierno de Estados Unidos declaró que los elementos de prueba son sólidos, que además la investigación la revisó un alto Tribunal y la consideró fundada. Por lo mismo, cuestionó a las autoridades mexicanas por haber comentado que fabricaron las pruebas. La molestia mayor se dio por autorizar la autorización del expediente, que es de carácter confidencial, al grado que se pone en riesgo el tratado de asistencia jurídica.

Para algunos expertos el expediente que se ha publicado está incompleto porque la información que se vierte sobre la acusación al general resulta ser insuficiente por la dimensión del caso. Es probable que las autoridades de Estados Unidos no hayan entregado todo el expediente, donde existen más elementos de prueba, donde señalen con mayor contundencia el involucramiento del general en estas actividades ilícitas.

Ante una situación tan delicada la Fiscalía General de la República debió asumir una postura más cautelosa, para no generar sospechas que van en detrimento de su credibilidad y de su autonomía. Era imprescindible mantener abierta la investigación hasta obtener pruebas suficientes que le permitieran dilucidar bien la responsabilidad del general y determinar la acción penal, judicializando la investigación. Esas actuaciones son básicas para demostrar que se está actuando bajo los principios de legalidad, objetividad, imparcialidad y autonomía. Sin embargo, al exonerar al general queda evidenciada la actuación facciosa de la fiscalía, que de manera apresurada resolvió el no ejercicio de la acción penal, suplantando al poder judicial, que es la instancia competente resolver si los datos de prueba son insuficientes. Nuevamente, la fiscalía vuelve a mandar una señal funesta de proteger al ejército y encubrir los delitos y violaciones a los derechos humanos en que de manera recurrente han cometido. Es una fiscalía que se supedita al poder del ejército, manteniendo incólume el pacto de impunidad que persiste entre las instituciones del Estado.

Con este caso hay fundados temores de que la impunidad militar trascienda en este sexenio, ante el creciente poder que el presidente de la república Andrés Manuel López Obrador le ha conferido al ejército en estos 27 meses de su administración. El 11 de mayo de 2020, el ejecutivo federal firmó el “Acuerdo por el que se dispone de la Fuerza Armada permanente para llevar a cabo tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”. De esta forma autoriza la participación de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública de forma constante hasta el 2024, sin que se tengan que justificar cada una de sus intervenciones. En este Acuerdo, más que garantizar la subordinación de las Fuerzas Armadas a las autoridades civiles, se establece que solo deben “coordinarse” con ellas. Encima de todo, se determina que serán los órganos de control internos de las instituciones castrenses la que se encargarán de evaluar estos trabajos. Esta determinación es contraria a las recomendaciones internacionales que en diferentes momentos han emitido los mecanismos de las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos.

La participación del ejército en la construcción de megaproyectos como el nuevo aeropuerto internacional Felipe Ángeles, y en varios tramos del tren maya, nos muestran el nuevo perfil del instituto castrense como los grandes constructores de la cuarta transformación. También se les ha asignado la construcción de los bancos Bienestar y en esta última semana, el presidente les asignó la tarea de custodiar y aplicar las vacunas de Covid-19. Además, a las fuerzas armadas se les ha dado el encargo de administrar las aduanas y los puertos de México, lo que implica una militarización de los puertos del Corredor Trans-Istmo. El argumento que ha resaltado el presidente, es que con los militares no solo se combate la corrupción, sino que ellos aportan mayor disciplina. Lamentablemente su defensa a ultranza abona para que se siga encubriendo a sus elementos que han cometido graves violaciones a los derechos humanos.

El caso del general Cienfuegos muestra de cuerpo entero al instituto castrense que ha gozado no sólo de prebendas si no de una protección a ultranza sobre los crímenes que han cometido. El Estado de Guerrero es un referente histórico de las atrocidades que se han consumado a lo largo de cinco décadas. Desde la Guerra Sucia, hasta la Guerra contra el narcotráfico, el ejército ha implementado una estrategia de contrainsurgencia que se focalizó contra el movimiento cívico y armado, causando que dejó más seiscientas personas desaparecidas, centenares de personas ejecutadas y torturadas, decenas de familias desplazadas y comunidades arrasadas. Estos crímenes son parte de la grave crisis de derechos humanos que seguimos padeciendo en nuestro país. A las víctimas de aquella época se les ha negado justicia, como ha sucedido con el caso de Rosendo Radilla, víctima de desaparición forzada, por parte del ejército mexicano. A pesar de que existe una sentencia de la Corte Interamericana las autoridades no han dado con el paradero de Rosendo y mucho menos han investigado y castigado a los militares involucrados. El general Arturo Acosta Chaparro es el símbolo funesto de la impunidad militar, porque a pesar de ser el artífice de esta guerra sucia se le protegió y se le liberó de los cargos relacionados con el narcotráfico. La historia de los generales en Guerrero, sobre todo los que han sido los comandantes de la novena región militar de Acapulco es una historia que esconde las triquiñuelas que realizaron bajo el amparo del poder, para que floreciera en Acapulco el narcotráfico y fuera el lugar preferido de los grandes narcotraficantes como el Chapo Guzmán y el mismo Arturo Beltrán Leyva. No es casual que el puerto de Acapulco sea la plaza más codiciada del pacífico, por su ubicación estratégica para el traslado de la droga de Colombia hacia Estados Unidos. Su encanto no sólo ha sido por sus bellezas naturales sino porque es el paraíso de la droga de la pornografía infantil de la trata de personas, venta de armas y del lavado de dinero. Esta incubación de la economía criminal no puede florecer sin el contubernio de las autoridades civiles y militares.

Con la Guerra Sucia a los militares se les dio mucho poder y muchos privilegios. Nunca se les ha llamado a cuentas y mucho menos se les ha investigado por sus actuaciones al margen de la ley. Siempre ha sido una institución opaca, hermética que actúa por encima de la autoridad civil y que no rinde cuentas a nadie. La violencia que se ha desatado en el Estado a partir del 27 de enero de 2006, cuando se dio el enfrentamiento en la Garita, entre el cartel de Sinaloa y los Zetas, marcó una nueva etapa en la disputa por las principales plazas del narcotráfico. Para colmo de males, nuestro estado y de manera concreta Acapulco dieron la pauta de cómo se daría esta lucha encarnizada, con las decapitaciones, descuartizamientos y calcinación de cuerpos. Esta grave carnicería no la quisieron enfrentar con aplomo el entonces comandante de la novena región militar Salvador Cienfuegos, el presidente de la república Vicente Fox, el gobernador del estado, Zeferino Torreblanca y Félix Salgado Macedonio, presidente municipal de Acapulco.

En los acontecimientos trágicos del 26 y 27 de septiembre de 2014, donde fueron asesinados 3 estudiantes y desaparecidos 43 normalistas de Ayotzinapa, el ejército tuvo un papel preponderante en el seguimiento que dio a los estudiantes desde que salieron de Chilpancingo. Fue clara su actuación complaciente con los grupos del crimen organizado con quienes se coordinaron, para ejercer una violencia descomunal contra los jóvenes normalistas. El general Salvador Cienfuegos se opuso tajantemente para que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que realizó dos informes sobre los hechos de Iguala, interrogara a los militares del 27 batallón de infantería. Con gesto adusto y postura retadora dijo “no hay razón para que los interroguen. Nosotros sólo responderemos a las autoridades mexicanas”. Lamentablemente, las autoridades mexicanas han optado por la impunidad militar.