
Jorge Montejo
Hidalgo enfrenta un panorama político y económico que refleja el fenómeno del gatopardismo: cambiar todo para que nada cambie. Aunque Morena tomó el control del estado con la promesa de una transformación, las prácticas tradicionales de control y privilegios siguen dominando bajo el cobijo de un nuevo color partidista. Lo que en apariencia era una ruptura con el pasado priista, en realidad es una continuidad disfrazada que mantiene el estancamiento político y económico.
Por más de ocho décadas, el PRI consolidó un sistema de privilegios que benefició a una élite política y económica, perpetuando una economía estancada y dependiente del “capitalismo de cuates”. Este modelo, donde los recursos y sectores estratégicos están concentrados en manos de unas cuantas familias, ha impedido el desarrollo del estado. La llegada de Morena al poder no rompió con este esquema. Por el contrario, las viejas redes de poder encontraron en el nuevo gobierno una oportunidad para reciclarse y mantenerse.
Un ejemplo claro es el control político de sectores productivos como el transporte. Las concesiones de taxis, en lugar de democratizarse, siguen monopolizadas por políticos y empresarios cercanos al poder, quienes impiden la entrada de plataformas como Uber. Esta ausencia de competencia refleja un modelo económico que se asemeja al de Venezuela, donde los sectores productivos están controlados por la clase política, anulando el libre mercado. En el mundo, la presencia de plataformas como Uber es vista como un indicador de modernización y desarrollo económico; en Hidalgo, su ausencia refuerza la imagen de un estado atrapado en el pasado.
La economía de Hidalgo no solo está estancada, sino que también es controlada por una élite política que utiliza al estado como herramienta para perpetuar su riqueza y poder. Este fenómeno, conocido como capitalismo de cuates, impide que las oportunidades lleguen a la población en general, manteniendo a la mayoría en condiciones de desigualdad. La simulación de cambio por parte del gobierno actual no ha hecho más que fortalecer este sistema, consolidando un grupo reducido de beneficiarios mientras se bloquea el crecimiento económico basado en la competencia justa y la innovación.
Este contexto político tiene raíces profundas. En 2018, ante la amenaza de desaparición de poderes en Hidalgo, el entonces gobernador Omar Fayad habría pactado con Morena, facilitando la llegada del partido al poder. Este pacto no implicó una ruptura con las prácticas del pasado, sino más bien una transición negociada que garantizó la continuidad de los intereses priistas bajo el paraguas del nuevo gobierno. El resultado ha sido un gatopardismo en su máxima expresión: los protagonistas del poder político son los mismos, aunque ahora visten chaleco guinda y se presentan como salvadores del estado.
El gobierno de Julio Menchaca ha sido criticado por mantener estas prácticas. Aunque Morena prometió una transformación real, muchos sectores observan con desilusión cómo el sistema priista sigue operando en el fondo, reforzado por actores políticos que han cambiado de bando pero no de prácticas. Este fenómeno ha generado un ambiente de desconfianza y frustración, particularmente entre quienes esperaban una verdadera ruptura con el pasado.
El caso de Hidalgo puede entenderse como un interregno, un periodo en el que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, como lo describió Antonio Gramsci. En este estado de transición incompleta, las promesas de cambio se enfrentan a una realidad dominada por las mismas estructuras y actores de siempre. Aunque sectores de izquierda buscan impulsar una transformación auténtica, enfrentan la resistencia de quienes utilizan a Morena como una nueva plataforma para perpetuar sus privilegios.
Hidalgo se encuentra atrapado en una paradoja. Por un lado, el discurso de transformación genera expectativas de cambio; por otro, las acciones del gobierno actual refuerzan el statu quo. La ausencia de libre mercado y competencia, el control político de los sectores productivos y la continuidad de las viejas prácticas priistas mantienen al estado estancado, tanto en términos políticos como económicos.
La presidenta Claudia Sheinbaum enfrenta un desafío importante en este contexto. Si busca consolidar una transformación real, deberá respaldar y comprender a los verdaderos actores del cambio, aquellos comprometidos con romper las estructuras del pasado. Esto implica enfrentarse a los intereses de una élite política y económica que ha demostrado su capacidad para adaptarse y sobrevivir bajo cualquier bandera.
Mientras tanto, Hidalgo sigue siendo un ejemplo de cómo las promesas de cambio pueden convertirse en ejercicios de simulación. En un estado donde todo cambia para que todo siga igual, la transformación sigue siendo un anhelo distante para la mayoría de la población.
La revocación de mandato (que cualquier ciudadano puede solicitar), un mecanismo creado por el propio presidente Andrés Manuel López Obrador para garantizar que el poder realmente emane del pueblo, podría convertirse en el camino para corregir el rumbo en Hidalgo y mandar un mensaje contundente a nivel nacional. Si el gobierno estatal, liderado por Morena, sigue priorizando los intereses de grupos de poder y perpetuando prácticas contrarias a la transformación, la ciudadanía tendría la oportunidad de ejercer este derecho democrático para exigir cuentas y demostrar que ningún político está por encima del mandato popular.
Sin embargo, hay dos opciones claras: que la ciudadanía impulse la revocación de mandato para exigir un cambio o que el propio gobernador Julio Menchaca tome la iniciativa y desmantele de una vez por todas las redes de poder priistas que han saltado a Morena, asegurando que la transformación de Hidalgo se viva plenamente en su propio sexenio. Aplicar cualquiera de estas acciones no solo sería un acto de justicia en Hidalgo, sino también un ejemplo para todo el país de que la transformación no puede ser solo un discurso, sino una realidad en la que el pueblo verdaderamente tenga el control.
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