Hidalgo: Tierra de Barberos del Poder y Ratas de Lujo



Jorge Montejo 

En Hidalgo, la política no es una vocación, es un negocio. Desde la cuna, muchos padres inculcan a sus hijos la idea de que convertirse en político es la vía rápida para hacerse millonario y vivir impune. En este estado, donde el gobierno es el principal empleador y no existe libre competencia en los sectores productivos, los políticos han monopolizado desde los centros comerciales hasta las constructoras. ¿Competencia? ¿Esfuerzo? No, aquí la clave del éxito es aprender el arte milenario de la lambisconería.

Desde su campaña, Julio Menchaca fue rodeado por lo más selecto del desecho priista barbero. Mientras él recorre el estado entregando obras y cortando listones, Guillermo Olivares y Natividad Castrejón se despachan con la cuchara grande, generando más problemas al gobernador. No hay sorpresa. Son los mismos los que se han acercado gobernador (porque los reales no andan de barberos), expertos en brincar de un sistema a otro sin despeinarse, movidos por un solo instinto: sobrevivir en la nómina.

Porque ser político en Hidalgo no significa gobernar, significa heredar el puesto, el negocio y el monopolio. Hidalgo es prácticamente una versión en miniatura de Venezuela, donde el gobierno controla la economía y la población sobrevive con migajas estatales. Aquí no hay mercado libre, solo la ley del compadrazgo: o eres parte del sistema, o te aplasta.

El político hidalguense promedio no nace, se pule. Primero, pasa años lamiendo botas, haciéndose de apellidos, acomodándose en reuniones y perfeccionando la técnica de la reverencia profunda. Cuando finalmente consigue un cargo, ocurre la metamorfosis: adiós frijoles, hola sushi y coñac de 10 mil pesos la botella.

Aquí la verdadera transformación no es la del estado, sino la del político que de pronto abandona el huarache y se viste con chamarra piteada, botita de charol y calcetines transparentes, mientras presume su pluma Montblanc aunque apenas sepa escribir su nombre. Rodeado de asesores igual de ineptos, se dedica a lo que mejor sabe hacer: hacerse rico y simular que trabaja.

Mientras tanto, el estado sigue sumido en la mediocridad, pero, eso sí, con sus políticos luciendo más elegantes que nunca en sus camionetas blindadas. Y es que en Hidalgo, la política no es solo corrupción, es un desfile de modas con aroma a whisky barato y ego desbordado.

En este circo de impunidad, las mujeres que logran posiciones de poder no están ahí para transformar nada, sino para seguir la misma fórmula. En lugar de combatir la violencia de género y la corrupción, optan por el feminismo de oficina como dice la nueva articulista de este medio Haydée Franco, ese que no incomoda a los de arriba ni cambia nada en la realidad. La consigna es simple: mantén la boca cerrada, sonríe y disfruta del puesto. 

Y ni hablar de la prensa. En Hidalgo, los medios chayoteros no solo deciden qué es noticia, también determinan quién es periodista y quién no. Si hablas bien del gobierno, eres un “gran comunicador”; si lo criticas, eres un “aficionado”. En sus “semanas del periodismo”, se felicitan entre ellos y reparten premios como si fueran estampitas del álbum de la corrupción.

Hidalgo no es un estado, es un paraíso fiscal para políticos en ascenso. Aquí, gobernar no significa mejorar la vida de la gente, sino asegurarse de que el dinero siga fluyendo a los mismos bolsillos. El poder judicial pronto será otra de sus posesiones, al igual que lo son los medios, las empresas y cada rincón de la economía estatal.

Así que no nos engañemos. En Hidalgo no hay políticos, hay barberos del poder que buscan saltar de administración en administración, de partido en partido, siempre con la misma misión: seguir robando sin que los molesten.

Mientras el pueblo sigue sobreviviendo con sueldos de miseria, ellos viven como reyes. Y aún tienen el descaro de llamarse “servidores públicos”. ¡Qué glamour el de estos Brad Pitin de la política hidalguense!