
Jorge Montejo
Si alguien todavía creía en la existencia del estado de derecho en Hidalgo, es momento de abandonar esa ilusión. Aquí, la justicia no solo se ha erosionado, sino que ha sido arrastrada por la manipulación política. La ley ya no es un instrumento de equilibrio ni un mecanismo de protección para la sociedad, sino un arma al servicio de los poderosos, utilizada para fabricar culpables, exonerar políticos y garantizar la impunidad de la clase política.
Bajo la administración de Francisco Fernández Hasbun en la Procuraduría General de Justicia del Estado de Hidalgo, la legalidad ha sido reemplazada por el capricho del poder. La Procuraduría no investiga delitos; los acomoda según convenga. No busca justicia; la negocia. No persigue criminales; los protege… siempre y cuando pertenezcan al círculo adecuado. En este nuevo orden, los expedientes judiciales no se abren por la comisión de un delito, sino por razones políticas. ¿Eres opositor al régimen? Felicidades, pronto te llegará tu carpeta de investigación. ¿Eres activista o feminista? No te preocupes, ya te fabricaron algún cargo. ¿Eres víctima de un delito pero el agresor es influyente? Qué lástima, porque en Hidalgo la justicia solo se aplica cuando conviene.
Lo más grave no es solo la corrupción en la Procuraduría en donde han despedido decenas de ministerios públicos, sino la completa sumisión del poder judicial. En teoría, los jueces deberían ser los garantes de la legalidad, el último bastión de protección contra el abuso del Estado. Pero en Hidalgo, la judicatura es una extensión del poder ejecutivo, un club exclusivo donde los jueces y magistrados aseguran su permanencia para seguir beneficiando a sus amigos y colocando a sus familiares en posiciones clave. Con la reciente reforma, la reelección en el poder judicial garantiza que la justicia seguirá en manos de los mismos de siempre, quienes deciden a quién castigar y a quién absolver con criterios que nada tienen que ver con la ley.
El Congreso local no se queda atrás en esta dinámica de sometimiento. No es un poder autónomo, sino un simple buzón de correspondencia del gobernador. Las reformas no se debaten ni se discuten, se dictan desde el Palacio de Gobierno y se transmiten por llamada o mensaje al presidente del Congreso. En Hidalgo, la función legislativa se ha reducido a una coreografía en la que los diputados simulan democracia mientras aprueban lo que se les ordena.
Lo que ocurre en el estado recuerda con escalofriante precisión los tiempos más oscuros del PRI en los años setenta. La historia se repite con una ironía brutal: Hidalgo ha vuelto a convertirse en un territorio donde el poder se concentra en unas cuantas manos, la oposición es silenciada y la justicia es un lujo reservado solo para quienes pueden pagarla o controlarla. No por nada, en aquella época, la descomposición institucional fue tan profunda que se pidió la desaparición de poderes. ¿Será que estamos acercándonos a ese punto otra vez?
Y mientras tanto, la transición de Procuraduría a Fiscalía sigue empantanada. Hace dos legislaturas se aprobó la reforma para dar autonomía a la institución encargada de impartir justicia, pero, casualmente, nunca se implementó. ¿La razón? Un órgano autónomo significaría perder el control absoluto sobre el aparato de justicia, y en Hidalgo, la justicia no es un derecho, es un negocio. Mantener la Procuraduría bajo el modelo viejo, con esquemas de hace más de 50 años, garantiza que la ley seguirá siendo utilizada como herramienta de persecución política y protección de intereses particulares.
En Hidalgo, la legalidad no es más que una ilusión. Aquí, el estado de derecho no solo se ha debilitado, ha sido completamente destruido. La justicia ha sido secuestrada, los tribunales han sido convertidos en oficinas de trámite del gobierno y la seguridad jurídica es un concepto muerto. La pregunta no es cuánto más puede aguantar este sistema sin colapsar, sino hasta cuándo la sociedad permitirá que la impunidad siga siendo la única ley que realmente se aplica en el estado.