
Julio Gálvez
En palabras del filósofo argentino Enrique Dussel, citando a Antonio Gramsci, “la crisis consiste en que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer”. En ese intermedio —advierte el propio Gramsci— surgen los fantasmas de la democracia: formas vacías, simulacros de cambio que lo prometen todo pero no transforman nada. Hoy, en México, Morena encarna esa transición frustrada en varias entidades federativas, donde el poder cambió de manos, pero no de lógica ni de intereses.
Así como Enrique Peña Nieto le dejó la Presidencia a Andrés Manuel López Obrador de forma pacífica —más allá de los discursos floridos en las mañaneras—, hoy López Obrador tendrá que regresar el poder con la misma cortesía pactada, ya que él no será el sepulturero de Morena; serán los oportunistas que acogió su movimiento, los cuales se despedazan entre sí por lo que queda del botín.
Porque Morena, ese movimiento que nació de la esperanza y la indignación, se ha convertido en el nuevo PRI, pero sin pudor y sin memoria. Los “chapulines” más profesionales de la política mexicana —del PAN, del PRD, del PRI— encontraron en sus filas una nueva bandera bajo la cual seguir saqueando sin consecuencia. Morena hoy es el refugio de quienes en el pasado eran adversarios jurados, y que ahora se abrazan al estribo presidencial para conservar privilegios y puestos. Es un Frankenstein ideológico hecho de conveniencia, no de convicción.
Es un buen momento para que Morena repita el destino del PRD. Aquel partido también fue esperanza, también fue calle, también fue izquierda. Hasta que los mismos operadores, las mismas traiciones internas y los mismos pactos por debajo de la mesa lo hundieron sin remedio.
El caso de Hidalgo es ejemplar. Allí no hubo transformación: hubo una transacción política pactada. Omar Fayad, acorralado por el riesgo de una desaparición de poderes, negoció con Ricardo Monreal la entrega del estado. El resultado fue un nuevo gobierno con los mismos vicios, una alternancia maquillada de transición. La ciudadanía no vio justicia, ni transparencia, ni mejor gobierno. Solo un cambio de logotipo en la fachada del poder.
Por eso, la decepción puede ser una oportunidad. La frustración de miles de personas que creyeron en un cambio verdadero y hoy ven a los mismos rostros puede encender la chispa de una verdadera transformación. No desde Morena, sino contra Morena. Porque la regeneración no vendrá desde dentro del monstruo. Vendrá cuando la ciudadanía reconozca que Morena ya no representa un proyecto de nación, sino un proyecto de permanencia en el poder.
Estamos en el umbral de una nueva etapa, Morena comienza a agonizar y con este partido la ilusión de que bastaba con cambiar a los que mandan para cambiar lo que duele. En ese espacio turbio, donde lo nuevo aún no nace y lo viejo se resiste a morir, los fantasmas de la democracia merodean otra vez. Es el momento más peligroso, pero también el más fértil.
Porque toda destrucción encierra una posibilidad de reconstrucción. Y tal vez, solo tal vez, la ruina de Morena sea el principio del cambio verdadero, ya que los traidores y oportunistas de todos los partidos se encuentran en ese partido, por lo que la rueda de la democracia debe seguir rodando.