
Jorge Montejo
Durante la pasada Feria Internacional del Libro de Minería, un momento incómodo rompió con la rutina de autocomplacencia habitual de ciertos foros culturales: Rafael Barajas, “El Fisgón”, fue confrontado por un ciudadano que se identificó como exmilitante de Morena. El hombre no se anduvo con rodeos: lo llamó farsante, le reclamó que “se robaron la república” y lo acusó de encubrir, con su pluma y su discurso, la violencia que azota al país, el desaseo de la elección judicial y la corrupción rampante dentro del partido.
Fisgón, por supuesto, prefirió no debatir. Como suele ocurrir con los predicadores de la Cuarta Transformación, cuando la crítica viene desde la izquierda decepcionada, el recurso es el silencio o el desprecio. Pero lo que quedó claro es que el malestar dentro de Morena no es exclusivo de “conservadores” o “opositores”, como se pretende hacer creer desde Palacio. Hay una base desencantada, que alguna vez creyó en la transformación, y que ahora exige cuentas a los ideólogos del régimen.
Y no es para menos. Porque Rafael Barajas no es sólo un caricaturista que defiende a López Obrador: fue el encargado del Instituto Nacional de Formación Política de Morena. Es decir, tuvo bajo su responsabilidad la tarea de formar a los cuadros políticos que supuestamente encarnarían el nuevo proyecto de país. ¿El resultado? Un ejército de expriistas reciclados, panistas conversos, oportunistas de última hora y operadores con historial en la corrupción.
Lejos de consolidar una militancia con base en principios y convicciones progresistas, el Instituto terminó siendo una fachada inútil que no formó más que clientelas políticas, como sucede con Carlos Mendoza Álvarez y Enedino Sánchez Madrid —a quienes se vincula con la negociación de candidaturas— evidencian el fracaso estrepitoso de esa “formación política”. Y para rematar el cuadro, ambos son ahijados políticos de Fisgón.
En Hidalgo, el desastre morenista es palpable: se prometió cambio y se impuso el gatopardismo. Los mismos de siempre, con nuevos colores. Y lo más grave es que quienes debían formar la conciencia crítica dentro del partido, como Fisgón, se dedicaron a justificar lo injustificable, a imponer dogmas en lugar de pensamiento, y a blindar al régimen ante cualquier señal de autocrítica.
El episodio en la FIL de Minería no fue un desliz aislado. Fue un síntoma. Uno que evidencia que Morena ha perdido parte de su alma, y que quienes debían ser sus guardianes ideológicos —como Barajas— terminaron siendo cómplices de su degeneración. Porque si el partido terminó lleno de expriistas y operadores del viejo régimen, es también porque sus formadores fallaron. O peor aún: porque nunca quisieron formar nada. Solo buscar el poder.
Así, mientras en sus viñetas Fisgón se burla de la derecha, en la realidad sus protegidos la han infiltrado. Mientras habla de revolución, su legado en Morena es la restauración del viejo sistema. Y mientras evita responder a los ciudadanos que lo increpan, la república sigue desmoronándose entre silencios, viñetas y traiciones.
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