
11/07/25
La Ciudad de México, esa urbe monstruosa y magnética, late con una intensidad que no conoce pausas. En sus avenidas, colonias y callejones, lo ancestral se mezcla con lo emergente: puestos de tacos junto a cafeterías de diseño nórdico, fondas familiares eclipsadas por panaderías “artesanales” que cobran cien pesos por una concha con matcha. Lo que para algunos es renovación urbana, para otros es la desaparición silenciosa de su historia personal.
El fenómeno tiene nombre, aunque se pronuncie en voz baja en muchas mesas: gentrificación. Una palabra que suena sofisticada pero que esconde un proceso profundamente violento. En la CDMX, este término ya no es ajeno. Ha dejado de ser un fenómeno exclusivo de Brooklyn o Berlín. En colonias como la Roma, la Juárez o la San Rafael, los letreros en inglés y los alquileres en dólares son cada vez más frecuentes. Y detrás de esa fachada cosmopolita, se apilan las mudanzas forzadas, los desalojos disfrazados de mejoras contractuales, la pérdida del arraigo.
Todo empezó de forma casi imperceptible. La llegada de trabajadores remotos de Estados Unidos tras la pandemia, atraídos por el bajo costo de vida, el clima benigno y la vitalidad cultural de la capital, inyectó capital extranjero a una ciudad ya presionada por la desigualdad. Plataformas como Airbnb se convirtieron en catalizadores del fenómeno, transformando viviendas tradicionales en alojamientos efímeros para visitantes privilegiados, mientras familias enteras eran empujadas a la periferia por el alza descontrolada de las rentas.
Los gobiernos locales, entre la inercia y la complicidad, han mirado con simpatía la entrada de inversión y el lavado estético de ciertos barrios. La narrativa dominante habla de “revitalización”, “rescate del espacio público” y “reordenamiento urbano”. Pero¿para quién se revitaliza la ciudad? ¿Quién define qué merece ser rescatado y qué no?
En barrios como la Doctores o Santa María la Ribera, los vecinos de toda la vida viven con una mezcla de esperanza y recelo. Algunos pequeños negocios han visto una bocanada de aire fresco con la llegada de nuevos consumidores. Otros, simplemente, no pueden competir con los precios ni con las estéticas que impone la nueva normalidad del consumo cultural.
Más allá del cliché del "hipster" o del "nómada digital", el debate profundo que plantea la gentrificación es el de la justicia urbana. ¿Puede una ciudad ser verdaderamente global sin abandonar a sus propios habitantes? ¿Es posible la convivencia entre modernización y memoria, entre cosmopolitismo y comunidad?
La CDMX, con su pasado telúrico y su presente volcánico, no es una ciudad que se quede quieta. Pero en esa transformación constante, el riesgo es que se convierta en un espejismo para el visitante y una trampa para el residente. Que la ciudad deje de pertenecer a quienes la caminan, la cocinan, la viven. Que nos convirtamos en turistas dentro de nuestras propias calles. Quizá el verdadero desafío no sea frenar la gentrificación, sino imaginar formas más humanas de habitar la ciudad. Más que expulsar o resistir, ¿podremos alguna vez reconfigurar el desarrollo para que nadie tenga que irse? ¿Y si el futuro no se mide en plusvalía, sino en permanencia?
La Ciudad de México, esa urbe monstruosa y magnética, late con una intensidad que no conoce pausas. En sus avenidas, colonias y callejones, lo ancestral se mezcla con lo emergente: puestos de tacos junto a cafeterías de diseño nórdico, fondas familiares eclipsadas por panaderías “artesanales” que cobran cien pesos por una concha con matcha. Lo que para algunos es renovación urbana, para otros es la desaparición silenciosa de su historia personal.
El fenómeno tiene nombre, aunque se pronuncie en voz baja en muchas mesas: gentrificación. Una palabra que suena sofisticada pero que esconde un proceso profundamente violento. En la CDMX, este término ya no es ajeno. Ha dejado de ser un fenómeno exclusivo de Brooklyn o Berlín. En colonias como la Roma, la Juárez o la San Rafael, los letreros en inglés y los alquileres en dólares son cada vez más frecuentes. Y detrás de esa fachada cosmopolita, se apilan las mudanzas forzadas, los desalojos disfrazados de mejoras contractuales, la pérdida del arraigo.
Todo empezó de forma casi imperceptible. La llegada de trabajadores remotos de Estados Unidos tras la pandemia, atraídos por el bajo costo de vida, el clima benigno y la vitalidad cultural de la capital, inyectó capital extranjero a una ciudad ya presionada por la desigualdad. Plataformas como Airbnb se convirtieron en catalizadores del fenómeno, transformando viviendas tradicionales en alojamientos efímeros para visitantes privilegiados, mientras familias enteras eran empujadas a la periferia por el alza descontrolada de las rentas.
Los gobiernos locales, entre la inercia y la complicidad, han mirado con simpatía la entrada de inversión y el lavado estético de ciertos barrios. La narrativa dominante habla de “revitalización”, “rescate del espacio público” y “reordenamiento urbano”. Pero¿para quién se revitaliza la ciudad? ¿Quién define qué merece ser rescatado y qué no?
En barrios como la Doctores o Santa María la Ribera, los vecinos de toda la vida viven con una mezcla de esperanza y recelo. Algunos pequeños negocios han visto una bocanada de aire fresco con la llegada de nuevos consumidores. Otros, simplemente, no pueden competir con los precios ni con las estéticas que impone la nueva normalidad del consumo cultural.
Más allá del cliché del "hipster" o del "nómada digital", el debate profundo que plantea la gentrificación es el de la justicia urbana. ¿Puede una ciudad ser verdaderamente global sin abandonar a sus propios habitantes? ¿Es posible la convivencia entre modernización y memoria, entre cosmopolitismo y comunidad?
La CDMX, con su pasado telúrico y su presente volcánico, no es una ciudad que se quede quieta. Pero en esa transformación constante, el riesgo es que se convierta en un espejismo para el visitante y una trampa para el residente. Que la ciudad deje de pertenecer a quienes la caminan, la cocinan, la viven. Que nos convirtamos en turistas dentro de nuestras propias calles. Quizá el verdadero desafío no sea frenar la gentrificación, sino imaginar formas más humanas de habitar la ciudad. Más que expulsar o resistir, ¿podremos alguna vez reconfigurar el desarrollo para que nadie tenga que irse? ¿Y si el futuro no se mide en plusvalía, sino en permanencia?