
Julio Gálvez
7 de julio de 2025.
Hace catorce años, Benjamin Netanyahu, entonces primer ministro israelí, anticipó en una entrevista con la periodista Dana Weiss lo que él consideraba la amenaza más crítica para el futuro: un régimen islámico militante con armas nucleares. Su primera preocupación era Irán; la segunda, Pakistán, especialmente si los talibanes tomaban el poder en Islamabad. También afirmó que la solución más importante para Occidente sería encontrar un sustituto al petróleo.
Hoy, aquella entrevista —registrada en los archivos oficiales del gobierno israelí— cobra relevancia en un contexto muy distinto al previsto por Netanyahu. Pakistán no ha caído en manos talibanes; de hecho, Islamabad se ha fortalecido políticamente gracias a alianzas estratégicas con China, Rusia y, recientemente, con Irán. Este acercamiento rompe con la tradicional narrativa occidental que intentaba polarizar el mundo musulmán entre sunnitas y chiítas, ofreciendo una renovada visión geopolítica.
Desde la salida abrupta de Estados Unidos de Afganistán en 2021, el tablero asiático se ha reorganizado rápidamente. Irán, país de mayoría chiíta, y Pakistán, de mayoría sunnita, se han acercado estratégicamente bajo la mediación diplomática y económica de China. El rotativo turco Daily Sabah, a través del periodista Irfan Raja, sostiene que esta alianza puede considerarse un verdadero desafío a las ambiciones regionales del llamado proyecto del “Gran Israel”.
En esa misma línea, analistas como Julian Spencer-Churchill, experto en estrategias militares, ya han advertido en múltiples ocasiones que una vez neutralizado Irán, el próximo objetivo geopolítico sería Pakistán. Spencer-Churchill no oculta la visión occidental sobre Islamabad, al que califican como una potencia nuclear incómoda debido a su capacidad bélica, alianzas regionales y autonomía estratégica frente a las grandes potencias tradicionales.
La preocupación israelí y estadounidense sobre el potencial militar y nuclear de Pakistán no es nueva. Hace más de una década, en un foro público en Aspen, el almirante Mike Mullen, cuestionado por Jeffrey Goldberg, periodista cercano a los círculos israelíes, ya identificaba a Pakistán como una amenaza aún mayor que Irán para la seguridad estadounidense. Este enfoque se fundamentaba en la capacidad nuclear pakistaní y en el temor a que sus armas atómicas cayeran en manos de grupos extremistas. Sin embargo, esta preocupación hoy es cuestionable, ya que Islamabad ha mantenido un férreo control sobre su arsenal, contrario a las predicciones occidentales.
En la reciente guerra de doce días entre Estados Unidos e Israel contra Irán, una confrontación mediática y estratégica plagada de propaganda y desinformación, la postura firme de Pakistán fue una sorpresa para muchos analistas occidentales. Islamabad ofreció respaldo diplomático explícito a Teherán, consolidando así una alianza emergente que había sido previamente desestimada. Ahora, tras la resolución parcial del conflicto, las potencias occidentales se enfrentan a un panorama inesperado: un eje islámico sólido, conformado por Irán, Pakistán y potencialmente Arabia Saudita bajo influencia china, que podría cambiar por completo el equilibrio estratégico en Oriente Medio.
En paralelo, Arabia Saudita ha mostrado interés en fortalecer vínculos con Irán, especialmente tras la reciente mediación china, un movimiento que causó preocupación en círculos neoliberales occidentales, incluido el influyente periódico Financial Times. El acercamiento entre Riyadh y Teherán, sumado al sólido vínculo estratégico de Pakistán con ambas capitales, podría derivar en un bloque sunnita-chiíta con capacidad para desafiar la supremacía estadounidense e israelí en la región.
Doctrinas clásicas de geopolítica formuladas por autores como Halford Mackinder y Nicholas Spykman resaltan la importancia estratégica de controlar el “Heartland”, región en la que Irán y Pakistán tienen una posición central. Este nuevo bloque regional podría desplazar significativamente el poder hacia Eurasia, debilitando la influencia tradicional occidental en Oriente Medio y Asia Central.
En este contexto, Pakistán deja de ser el imprevisible “cisne negro” y se convierte en un evidente “rinoceronte gris”, un poder regional y nuclear que Occidente prefería ignorar, pero que ahora debe enfrentar abiertamente. El reposicionamiento de Islamabad y su alianza estratégica con Teherán y Pekín anuncian tiempos turbulentos y decisivos en la geopolítica global, con profundas implicaciones para Estados Unidos e Israel, que ven cómo su influencia histórica se diluye ante la emergencia de nuevos actores multipolares.