
1 de diciembre de 2025
Durante los últimos días se ha instalado en la conversación pública la idea de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación pretende abrir la cosa juzgada y permitir que cualquier sentencia firme pueda revisarse a voluntad. El ruido es grande, mediático, estridente y profundamente impreciso. La verdad jurídica es otra: la acción de nulidad de juicio concluido no solo no es nueva, sino que forma parte del diseño procesal mexicano desde hace décadas, está prevista en múltiples códigos civiles y procesales del país, y existe precisamente para evitar que un fraude procesal quede congelado bajo el escudo de la cosa juzgada. Lo que la Corte analizó recientemente no es una amenaza a la seguridad jurídica sino la confirmación de una institución prevista por la ley y reconocida por la doctrina comparada.
El comunicado emitido por la SCJN fue claro: la cosa juzgada es un principio esencial de la seguridad jurídica y jamás ha estado en duda. Su función, explicada desde Eduardo García Máynez hasta Niceto Alcalá-Zamora, es poner fin definitivo a los litigios y garantizar estabilidad en las relaciones jurídicas. Lo resuelto en una sentencia firme debe ser inmutable. Pero esa regla cardinal nunca ha significado que el fraude, la colusión, la simulación o la fabricación de insolvencias puedan adquirir firmeza procesal solo porque ya transcurrió el tiempo. Desde hace casi un siglo, el propio Fix-Zamudio advertía que la “cosa juzgada fraudulenta” carece de legitimidad y requiere remedios extraordinarios para evitar que la justicia se convierta en ritual vacío. La nulidad de juicio concluido es precisamente ese remedio.
La figura aparece en el Código de Procedimientos Civiles de la Ciudad de México, en legislaciones procesales de estados como Jalisco, Nuevo León, Puebla o el Estado de México, y encuentra equivalentes en sistemas como el español —que reconoce acciones rescisorias por fraude— y el norteamericano, donde la Rule 60(b)(3) de las Federal Rules of Civil Procedure permite abrir sentencias cuando se demuestre engaño o colusión. No es una creación reciente ni un invento de la Corte. Es parte del armazón procesal diseñado para impedir que una sentencia obtenida con pruebas falsas o maniobras ilegales quede blindada como si fuera producto de un proceso válido.
El caso que detonó la polémica, el Amparo Directo en Revisión 6585/2023, gira en torno a una mujer que solicita la nulidad de un juicio ejecutivo mercantil en el que, presuntamente, los demandados simularon actos jurídicos para aparentar insolvencia y evadir obligaciones alimentarias en perjuicio de menores de edad. La Corte no discutió si la cosa juzgada debería volverse líquida, flexible o reversible; discutió si la acción de nulidad procede en materia mercantil cuando existen indicios de simulación diseñados para burlarse del derecho de alimentos. Lejos de ser un retroceso institucional, el análisis se inserta en una línea jurisprudencial consolidada: el interés superior de la niñez y el control de validez procesal son prioritarios frente a maniobras fraudulentas.
La narrativa mediática que acusa a la Corte de “abrir la cosa juzgada” desconoce que la acción de nulidad no es una apelación tardía ni un recurso para inconformes. Es un mecanismo extraordinario que solo opera cuando se demuestra que la sentencia se obtuvo mediante engaño, colusión o actos simulados, y únicamente en perjuicio de quien promueve la acción. La Corte misma lo reiteró: la figura no atenta contra la cosa juzgada y existe para proteger a quienes han sido afectados por sentencias sustentadas en mecanismos ilegales. La seguridad jurídica no se sacrifica; al contrario, se fortalece al impedir que el fraude se disfrace de certeza.
Paradójicamente, quienes dicen defender la cosa juzgada pasan por alto un principio elemental del derecho procesal: la cosa juzgada solo puede operar sobre procesos válidos. Cuando el procedimiento fue aparente, cuando la prueba es falsa, cuando la insolvencia fue fingida, lo que existe no es certeza sino simulación. El Derecho civil mexicano ha combatido la simulación desde 1928 y la doctrina procesal —de De Pina a Ovalle Favela— ha sostenido que ningún orden jurídico serio permite que el dolo adquiera valor de sentencia firme.
Lo que ocurre hoy es simple: la Corte aplica una figura preexistente, prevista por ley, reconocida por la doctrina nacional e internacional, y diseñada para evitar que el fraude procesal se convierta en verdad jurídica. No abre la cosa juzgada; la protege. No hace retroceder instituciones; las coloca en su correcta dimensión. No desestabiliza el sistema judicial; impide que la simulación erosione su legitimidad.
La polémica revela más desconocimiento técnico que riesgo institucional. La acción de nulidad de juicio concluido no es una grieta en la cosa juzgada. Es su salvaguarda cuando los actos procesales se pervierten. En un país donde la simulación ha sido usada para evadir alimentos, responsabilidades civiles y hasta patrimonios enteros, negar esta figura sería renunciar a la justicia. La Corte no está abriendo sentencias; está cerrando paso al fraude. Y eso, lejos de alarmar, debería tranquilizar.